sábado, 17 de octubre de 2020

DOMINGO CAPÍTULO 28

Otro domingo más, otro día de interminable soledad, en dónde la arena en sus pies se transforma en arenas movedizas. Hundiéndolo cada vez más en sí mismo, aquel lugar donde solo se escucha el eco de los recuerdos.
Moreno miraba el horizonte, pensaba en ella ¿en quién más si no? La brisa fresca le hacía tiritar, una camisa gastada por el tiempo y una polera llena de agujeros eran su único abrigo. Metió su mano en el abrigo y sacó una pequeña bolsita de nylon, dentro había una foto que por el estado en que estaba se notaba que tenía mucho años.
Al mirar su rostro, Moreno no pudo evitar que unos lagrimones enormes cayeran sobre la foto. Unos ojos grandes y risueños le miraban, unos rizos abundantes y enmarañados enmarcaban esa imagen.
Era Elizabeth, su amor.
Sus dedos acariciaban ese cabello de la fotografía, como si fuera ayer aún sentía ese perfume y las cosquillas que le hacían cuando ella dejaba caer el pelo en su cara.
No podía evitar llorar, era más fuerte que él y eso que era un hombre curtido por el tiempo, los dolores y las batallas sangrientas.
Apretaba la imagen contra su pecho y los sollozos escapaban de sus labios. Se decía una y otra vez que ella volvería, se lo había prometido, le dijo que volvería a esperarlo en el faro, cuando él volviera de la legión. No podía faltar a la cita de todos los días esperar ahí, su llegada.
Se lo había prometido, su amor lo dijo.
En su mente, pobre viejo desamparado, creía que si lo repetía todo el tiempo, se volvería realidad.
Las lágrimas seguían cayendo y la noche venía llegando.
El faro viejo y abandonado ya no estiraba sus sombras, estaba en completa obscuridad.
Moreno le dio un beso a su amada y la volvió a apretar contra su pecho. Miró el horizonte y sonrió cuando la luna se asomó redonda y enorme, como aquella vez que se besaron por primera vez.
Un perro ladró y Moreno miró al faro en completa obscuridad, en ese momento se encendió su luz.
Una figura se recortaba en el fondo de la puerta de entrada, un vestido vaporoso parecía flotar a su alrededor. Un vestido con grandes flores amarillas. Sentado a sus pies, un perro labrador parecía mirarlo directamente.
La luz del faro volvió a dar su vuelta. La figura abrió la puerta y entró junto con el perro.
El viejo se levantó y caminó hasta la puerta, sin temor se asomó a mirar, del asombro, cayó de su mano al suelo la foto de su bella amada, el suelo era pasto verde y hasta donde podía ver el horizonte de lejos, era un lugar lleno de flores.
Un perro ladró.
La luz del faro se apagó.

FIN

                            a la mujer de mis sueños.



Nota del autor: sin tí jamás hubiera escrito esta trilogía, sobre todo este último libro en donde Moreno sueña cada segundo contigo y recuerda vidas pasadas, vidas presentes y vidas futuras. Porque la vida solo son recuerdos. Él y yo te esperamos toda nuestra vida, cada palabra siempre te ha buscado y te ha encontrado.

ESTRELLAS CAPÍTULO 27

Los pensamientos estaban lejos, con una mujer llamada Elizabeth. De unos treinta y siete años, de pelo largo enrulado del color del atardecer. Sus ojos eran verdes, a veces grises, según el tiempo. Unos labios en forma de corazón cuando sonreía le quitaban el aliento a quien deseara besarlos. Sus manos blancas, casi nacaradas recorrían con curiosidad las paredes de un viejo faro abandonado al destino de la soledad.
Ella también pensaba en él.
Tocaba los ladrillos y se imaginaba que aventuras estaría teniendo Moreno. Ese faro le recordaba el suyo, aquel en el que habían sellado su amor. Un perro ladraba en la playa, llamándola para jugar. Ella seguía recorriendo el interior. Subió la escalera oxidada por la sal y el tiempo. Al llegar al tope no pudo más que maravillarse con la vista. Se veía toda la bahía y la escollera natural que la protegía. Unos pocos lobos marinos retozaban en el agua ante la mirada de Dago.
Se sentó en el borde de la plataforma con los pies colgando en el vacío. Una brisa comenzó a juguetear con su cabello ondulado. Recuerdos de risas en el aire, carreras en la playa y besos en la arena. El atardecer llegaba y con sus luces desteñidas le daban luz a su alma. Elizabeth lo sentía tan cerca que le dolía el pecho de amor, veía sus ojos verdes y se perdía en ellos, porque le daban la seguridad que nunca había sentido, el amor que siempre había necesitado. El compañero que aunque no estuviera, siempre le abrigaría el corazón.
El sol se escondía, para no ver su tristeza. Sus cabellos se iban tiñendo de rojo con el anochecer. Y ella seguía soñando.
Moreno soñaba con ella, la noche fría del desierto africano no podía apagar el calor que sentía en el pecho al pensarla. Ya casi terminaba el año en la legión y no pensaba más que en volver a sus brazos. Necesitaba sentir su pelo en la cara, enredar sus dedos en los rulos de ella. Y besarla hasta dormirse en sus brazos.
Miraba el cielo estrellado y se imaginaba sus abrazos, que caminaban por las arenas de alguna playa riendo. Casi podía escuchar los ladridos de Dago a las gaviotas. Y en esos pensamientos estaba por horas, hasta que casi amanecía.
El viejo se despertó del dulce letargo de los recuerdos nocturnos. Se levantó y salió de su choza, camino unos metros y mirando las olas se acostó en la arena. El cielo despejado brillaba de estrellas. Y ahí se quedó pensando en ella, hasta que el amanecer apagó el brillo a cada una.

LA MUJER DE SUS SUEÑOS CAPÍTULO 26

Moreno estaba sentado en la escollera, sus piernas colgaban y las olas mojaban sus pies rítmicamente. Pensaba en ella, siempre pensaba en ella. Su cara se transformaba al soñar con su Elizabeth.
Esperaba con ansias las noches, porque era en dónde ella se aparecía, en esos sueños tan vívidos que al despertarse aún sentía su perfume en el aire y en sus manos casi podía sentir todavía la calidez de sus cabellos largos y ondulados.
No existía Moreno sin ella y aunque ella no lo supiera, cada minuto de su vida estaba destinada a amarla.
La sombra del faro, viejo y abandonado parecía mirarlo con tristeza, su amor tan lejos y cerca estaba, que todos los caminos siempre lo llevarían hacia ella, aunque le llevara toda su vida alcanzarla, pero no se puede ignorar el destino y ese era estar juntos en esta vida y en la eternidad. Porque así era su amor, tan tierno y sereno, solo decir su nombre le llenaba de paz. El viento oía su llamado y le envolvía en susurros, aquellos que su amor atemporal aún le seguía enviando. Miles de besos que flotando en el aire le abrigaban del anochecer frío y solitario.
Apoyado en las rocas estaba el viejo Moreno, soñando con una mujer de cabello largo ondulado, castaño tirando a rojizo. Sus manos blancas y delicadas le acariciaban el rostro. El cuerpo se estremece ante esas caricias que le llegaban al alma. Su cuerpo de guerrero mancillado por el tiempo, pero dentro de él aún vivía Asad, ahí estaba con toda su valentía.
Se despertó cuando las olas más atrevidas comenzaron a mojar su pantalón, se fijó si había picado algo en su caña de pescar que estaba enterrada en la arena. Con pasos lentos caminó hasta el faro. Las sombras se hacían cada vez más largas. Sacó una llave y abrió la puerta de entrada. La arena y las telarañas seguían en el mismo lugar, como para recordarle toda la soledad que había en ellos. En el faro y en él.
Subiendo la escalera iba acariciando con la mano esos ladrillos tan viejos como él mismo. Cada centímetro recorrido tenía impregnado su olor, cerraba los ojos un segundo y la podía ver a ella riendo.
Comenzó a seguirla y también se reía. Le dejó ganar la carrera solo para ver su hermosa figura contonearse con cada peldaño. Llegaron a la cima, la luz del faro giraba iluminando todo el lugar. Él la abrazó por detrás y besó su cuello. Elizabeth se recostó en su pecho y suspiró. Nada podía ser más hermoso que ese momento. Se quedaron así un buen rato. Hasta que abrieron la puerta que daba al balcón del faro, era la parte más alta. La vista era impresionante. Se veían las luces del pueblo y la de algunos barcos pesqueros volviendo a puerto. Cada tantos segundos la luz les daba de lleno y el cabello de la mujer se iluminaba como las luces de navidad. Moreno le miraba embelesado. Ella se apoyó en la baranda y su pelo flotó en la brisa marina. Se dio vuelta y cuando el muchacho se acercó le tomó del rostro con sus manos.
-Te amo -¿Lo sabías? –le preguntó ella mientras largaba una risita de felicidad.
Moreno la miró largo rato, explorando esos ojos interminablemente hermosos.
-Sí, lo sé. Desde siempre lo supe –le dijo él seriamente. Pero al final también rió.
Se abrazaron y se estremecieron. Se rieron sin saber porqué. Pero el amor que sentían era embriagadoramente superior a cualquier otro sentimiento que alguna vez pudieron sentir.
Es el encuentro de dos almas que se unen para volver a ser una sola.
Mientras están unidos se preguntan que pasará mañana. Si esta luz del faro que los ilumina los guiará siempre. Y si este es el camino prometido, el camino que se llama destino.
El viejo se despertó de su ensueño. La luz del faro hacía años se había apagado, miró a su alrededor y la arena llenaba el lugar con su brillo particular. La baranda del balcón desvencijada por el paso de los años y los ventanales rotos. El faro estaba muerto.
Bajó las escaleras lentamente con el peso de la tristeza en su espalda. Cerró con llave la puerta y se fue sin mirar hacia atrás ni una vez.
Recogió la caña y al pez que estaba enganchado hacía horas. Lo limpió y guardó en la cesta. Se fue a su cabaña mientras las lágrimas corrían lentamente por sus mejillas marcadas por la espera.

EL VIEJO CAPÍTULO 25

El olor salado se sentía en la lengua, los lobos marinos retozaban cerca del muelle, tratando de pescar algún desecho tirado por los pescadores del puerto. Puestos de venta de marisco adornaban al costado del camino cerca de un par de restaurantes. La gente iba y venía, se sacaban fotos, miraban los barquitos pesqueros. Algún vendedor de churros voceaba que sus productos eran los mejores de la zona.
La playa turística estaba muy cerca, bastantes personas a pesar del viento helado que venía del mar. A lo lejos un barco pesquero muy grande se veía como flotando sobre el agua.
Las gaviotas vociferaban en la arena, cada una peleando con otra por los insectos diminutos que solo ellas veían.
Una mujer de pelo largo negro, con algunas onditas, no era un lacio total, el viento parecía acariciar aquel pelo caprichoso.
Sentada en una pequeña roca miraba el mar. Sus ojos iban y venían en el horizonte. Sus manos blancas y suaves entrelazaban los dedos, como si estuvieran abrazando.
Se podría decir que era una belleza, con aires de genes italianos, hasta se podría decir que se parecía a las actrices italianas de los sesenta. Salida de una película en blanco y negro.
Su figura era llamativa, no había hombre que pasara y no la mirara hasta perderla de vista. Más de uno recibió un codazo en las costillas por parte de su mujer.
En un momento miró las olas y sonrió, pareció que el mar dejó de agitarse para verla sonreír. Parecía una noche de verano frente al mar cuando los chicos juegan con estrellitas que iluminan y espantan a la obscuridad.
Cerca del monumento a los perdidos en el mar había un hombre que fumaba en pipa, era un viejo pescador de esos que ya no se ven. Se llamaba Moreno y vestía un pantalón de gabardina gastado y una camisa con algunos agujeros, en su mano tenía una caña de pescar y en la otra un canasto para guardar la pesca.
Al ver a la mujer en su lugar favorito, esperó un tiempo que se fuera. Como el tiempo pasaba y no se iba, optó por acercarse y preguntarle directamente.
— ¿Se va a quedar más tiempo? Le dice, más que preguntar.
—No tengo apuro. Contesta ella mirándolo fijamente.
Las miradas se sostuvieron unos segundos, como cuando el colibrí busca atentamente la mejor flor.
El viejo pescador se sienta al lado de ella, suspirando de fastidio.
La mujer le mira mientras él prepara la caña y la carnada.
— ¿Usted es el viejo del faro no?, pregunta descaradamente.
Los ojos de Moreno empequeñecen, por la insolencia de la pregunta.
—Así me llama la gente estúpida.
Le lanza la palabra estúpida casi como un escupitajo.
—Siempre quise subir a ese faro, pero me dijeron que estaba cerrado al público.
En ese momento ella sonrió. El tiempo se detuvo, Moreno sintió esa sonrisa como una bofetada, al mismo tiempo que le enternecía.
Su amor tenía esa sonrisa, ese amor atemporal, ese amor sin destino.
La mujer seguía mirándolo, sus labios casi interpretaban una súplica.
El viejo desarma la caña, guarda sus cosas en el cesto y enjugándose una lágrima para que ella no la vea le dice.
—Vamos.

RED CAPÍTULO 24

El viejo fumaba su pipa con la tranquilidad que tiene el mar luego de una tormenta. Sus ojos verdes claros miraban como las gaviotas se peleaban por los restos de un cangrejo en la playa. El tenía su carnada en una canasta, lejos del las aves que son unas excelentes ladronas. Aunque cada tanto le daba una mirada para que ningún pico estuviera hurgando. Sus ojos iban y venían en las olas. Danzaban al compás de la brisa que apenas levantaban un poco de arena. La paz luego de una impetuosa tormenta de otoño.
Los turistas ya se habían retirado y no pululaban en la playa. Esta serenidad es la que siempre esperaba el viejo. El cual podía descansar a sus anchas en las piedras de la playa. A veces pensaba si eran tantos años de ser casi un ermitaño, o le disgustaba la capacidad que tenían los turistas de molestarlo continuamente. Se le acercaban para preguntarle algo, mientras al mismo tiempo hablaban por sus teléfonos celulares y discutían con sus mujeres, hijos, y toda la parentela que uno pudiera imaginar. Casi siempre se mantenía en silencio imperturbable, pero a veces se cansaba y les decía unas palabras. A los segundos desaparecían como por arte de magia. Moreno tenía una mirada que decía mucho más a quien se perdía mirando en ellos unos segundos. Se vislumbraba una profundidad obscura, un alma atormentada y la furia, la furia de un guerrero contenido solamente por la avanzada edad.
El seguía fumando la pipa inagotable de tabaco. En su rostro la impasibilidad fue cubriendo las arrugas, que eran como cicatrices de batallas.
Se levantó y abrió la cesta, le tiró la carnada a las gaviotas y se fue rumbo a su choza.
Al llegar se preparó un té bien fuerte. Y soñó despierto.
Horas después mientras cocinaba, pensó que se levantaría temprano la otro día para tratar de sacar la red enterrada en la arena que vio cuando regresaba.

SOÑADOR CAPÍTULO 23

En las sombras del atardecer se recortaba en el fondo la barba del viejo soñador. Una pipa terminaba de adornar la escena que parecía sacada del libro Moby Dick. No era un viejo cualquiera, él era Moreno.
Antiguamente había sido feroz guerrero en una tribu del desierto, donde la sangre era moneda corriente en los oasis. Y su furia y coraje le llevó a ser el jefe de la tribu más grande conocida. Miedo, respeto y amor le tenían quienes le conocían. Las mujeres suspiraban por su mirada, los hombres alababan su lucha y sus enemigos le esquivaban.
Ahora, no era más que un viejo ermitaño olvidado del tiempo y la muerte, como si ella tampoco se atreviera a buscarle.
Moreno era un hombre rondando los setenta u ochenta años, nadie podría decirlo con exactitud, ni él mismo.
Esa mirada que otrora observaba las dunas del desierto buscando pelea, ahora se perdían entre las olas verdes del mar sollozante, como sus ojos.
La historia de la vida de Moreno jamás podría ser contada en una novela, se necesitarían cientos de libros recopilar sus historias. Quienes le conocieron de joven dicen que Moreno era un hombre de contextura grande, musculosa, de poca altura. Y con una mirada que parecía buscar fantasmas en el alma, quien sostenía su mirada podía sentir el magnetismo haciendo trizas la entereza. Todo eso era él.
Y era más.
En cuentos anteriores Moreno solo era partícipe necesario de sus aventuras, no buscaba el azar de la guerra, el destino le encontraba por más que se escondiera. Y siempre le encontraba con una espada en la mano, su favorita era un alfanje, el cual necesitaba las dos manos para manipularla, pero si quería la podía blandir con una sola, tal así era su fuerza descomunal.
Pero ahora solo esperaba, y esa espera tediosa y lenta le ponía a veces en situaciones que hubiera deseado tener su espada en la mano. Turistas molestos, niños con pelotas que indefectiblemente siempre le golpeaban a él.
Pero su mente se perdía en sueños, en su cansada memoria se repetían continuamente escenas de lucha, traiciones, desiertos, bosques y un faro. Ese faro que solo la llevaba a ella, rogaba con soñar con ese faro. Porque ella estaría ahí. Para cualquiera que no lo conoce, Moreno parecería un viejo loco, solo, mirando el mar, esperando con un halo de humo de pipa rodeándolo, protegiéndolo.
A veces sentía en la brisa Marina que unos dedos le acariciaban el pelo, miraba a su alrededor sabiendo que nada encontraría. Y sentía un perfume en el aire, el perfume de Elizabeth. O quizá es lo que quería sentir ¿Quién puede decir lo que siente un corazón sincero?
Moreno no era un hombre simple, era un toro porque aguantaba todo el dolor del mundo, era como si Atlas le hubiera dejado todo el peso del mundo en su espalda. Apenas se quejaba, pero sufría dolores terribles, la vejez y las heridas de guerra no se llevan bien. Aunque el mar le revivía, reconfortaba y el sol calentaba sus viejos huesos ya no era el cazador de antes, ahora era la presa. Y el cazador el tiempo invariable, absoluto y lineal.
Y él seguía soñando, miraba el mar, pero en realidad este no era más que el telón y escenario que necesitaba para reproducir en él la visión de una mujer hermosa, con pelo largo enrulado y una sonrisa de madreperla. Un vestido de gasa parecía flotar en ella volviéndola etérea. Caminaba por la playa con un perro a su lado. Moreno soñaba despierto, era lo único que le quedaba.

PAZ CAPÍTULO 22

Algunos cuentos empiezan con la frase “érase una vez que era”, pero eso era antes, ahora se empieza con “muchos años atrás”.
Muchos años atrás Moreno miraba el horizonte, su espada estaba envainada y su mano acariciaba el pomo de la empuñadura. Como deseando poder sacarla y blandirla. La última vez que habían atacado la aldea solo dirigió la batalla y no participó de ella. Sus capitanes y los viejos de la aldea le pedían que no luchara, tenían miedo que pereciera en batalla y quedarían sin líder, sin su espada.
A lo lejos pudo ver una vez más la arena que volaba, era una mañana sin viento, algo raro en el desierto abierto. Así que eso significaba una sola cosa. Guerreros.
Volvió a la aldea y llamó a los exploradores para que hagan su tarea. Si León le contestaron los tres cuando les dio la orden y partieron en sus caballos. Una hora después volvieron con las noticias. Era una partida de veinte guerreros armados hasta los dientes. Quien los comandaba era un antiguo guerrero de una aldea vecina que a raíz de un combate tuvieron que alejarse aún más de ellos buscando otro oasis. Evidentemente ese oasis ya no tendría agua y lo único que les quedaba era atacar de forma casi desesperada para tomar su aldea, las mujeres y el agua. Eso era algo que Moreno no permitiría.
Convocó a sus soldados que estaban siempre preparados para la lucha, impartió las órdenes y salieron en busca del enemigo.
Se repartieron entre las dunas cercanas, para dar la sensación que no se percataron del futuro ataque. Sería la primera vez que pelearían tan cerca de la aldea. Los niños, mujeres y viejos habíanse escondidos en un túnel bajo la arena que años atrás habían construido para estas ocasiones, aunque jamás la habían usado, siempre estaba lista para usarla.
Se podía sentir en la arena el sonido lejano de los cascos de los caballos, estaban tan cerca que podían ver los ojos de los atacantes cubiertos para una tela para no quedar ciegos por la arena que levantaban.
Cuando estaban a tiro de fusil dispararon.
Algunos cayeron y los caballos siguieron el galope, no acostumbraban a disparar a los equinos para poder utilizarlos luego si ganaban. Los caídos quedaron inertes, así era la puntería que tenían, el león los había adiestrado muy bien en la destreza de las armas largas. Pero lo que mejor sabían hacer era el combate cuerpo a cuerpo, que ahora estaban a punto de hacerlo.
Salieron los primeros hombres de detrás de las dunas y formaron una hilera escalonada para que los enemigos les costara hacer puntería en ellos. Los beduinos eran diestros en disparar al galope del caballo. Cuando el primer grupo estuvo a punto de encontrarse, Moreno manda a salir al segundo grupo, que estaban unos metros más adelantados, para poder atacar al segundo grupo de ellos. El tercer grupo no esperaba la orden de ataque, sabían que solo atacarían cuando el último grupo de guerreros atacantes los hubiera pasado. Cuando esto sucedió formaron una pinaza algo que usaba mucho Napoleón en sus batallas) y así poder encerrarlos. Cuando esto sucedió ya corría la sangre sobre al arena sedienta. Moreno encabezó el último grupo que quedaba y cuando salieron ondeando el estandarte con el león y sus garras levantadas. La suerte estaba echada.
Veinte guerreros contra otros veinte. Cuando quedaba el último en pie. Moreno cubierto de sangre le dio a elegir, volver a su aldea y contar la grandeza de su pueblo al perdonarle la vida o morir con honor junto a sus compañeros.
El soldado derrotado no quiso demostrar su cobardía y pidió que le mataran y ser enterrado junto a sus hermanos. Se dio la orden y su capitán de un solo golpe le decapitó. Moreno no quiso mirar la escena. Limpiaba su espada y la volvió a poner en su funda. Hasta que fuera necesaria en otra oportunidad. Seguía mirando las dunas y pensando, cuanta sangre más debería derramar para que el que ahora su pueblo ahora pudiera dormir en paz. Y el pudiera volver con su amor, en aquel faro que solo veía en sueños.

AUSENCIAS CAPÍTULO 21

El sol pegaba fuerte en la piel ajada. El viento soplaba como todos los días y la arena se acumulaba en sus pies. La mirada se perdía a lo lejos y la caña de pescar se inclinaba con cada ola. Algún pez habrá picado pero el viejo estaba perdido una vez más en su mente.
La tristeza se notaba en la pesadez de sus ojos verdes. Miró la caña y prefirió volver al ensueño.
En las dunas repicaba la arena con el viento, la cara cubierta con una tela para protegerse de la ceguera del desierto. Moreno era su nombre y ya no era el viejo que miraba el tiempo pasar a la sombra de un faro abandonado, su vida se le escurrió entre los dedos y se perdió en la arena del desierto.
No le importa el futuro, porque no tiene. Solo puede vivir a través de los recuerdos. Una y otra vez revive en su mente atormentada a su amor, la guerra y las dunas.
La empuñadura de un sable clamaba por ser acariciada por la mano de su amo. Y éste pronto le daría su oportunidad.
Una vez más su pueblo era atacado por extraños. Una tribu extranjera azotaba el desierto, liderado por un guerrero duro y voraz de sangre. En poco tiempo había asolado la zona, tribu tras tribu caían ante la ferocidad de este nuevo pueblo. Moreno no había encontrado otra solución más que confrontar al enemigo y para esto había tenido que unirse a otra tribu que antiguamente eran enemigos, pero como dice la frase “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”, tuvo que aliarse con ellos momentáneamente para poder tener el poder y mayor cantidad de guerreros aliados.
Detrás del él se encontraban más de trescientas almas armadas hasta los dientes, caballos, sables y cuchillos por doquier.
Esperaban la orden de su capitán, Moreno observaba el horizonte buscando el remolino de arena que indicaría el embate de este hombre sanguinario, que no se contentaba con apoderarse de los oasis, armas y alimentos, si no que pasaba a deguello a quien quedara vivo, no importaba si eran mujeres o niños. Esto enfurecía la mente del león.
Pasaron las horas y no se veía al sanguinario y sus hombres. Moreno pasó de la furia a la preocupación, en su mente corrían muchas ideas y la sospecha.
Dio la orden de regresar a la aldea, sus guerreros leyeron en sus ojos el temor. El temor de que este enemigo fuera más astuto que ellos y que la táctica de tenaza que iban a implementar hubiera sido descubierto. Pasados varios kilómetros en la retirada la sospecha pasó a ser una realidad. Cerca de la aldea se podía ver al vuelo la arena que dejaban los caballos que iban a la carrera.
La escena que vieron no se podría describir en una pagina, cada hombre que vivió esa situación podría decir cosas distintas de lo que vio, pero fue en común en todos y que nadie pudo escapar a esto, los hombres de las dunas, los duros del desierto lloraban.
La aldea arrasada por la espada y el fuego, cada choza había sido destrozada, animales de granja o domésticos estaban desparramados con sus tripas en el suelo, y el silencio, el silencio que les destrozó el corazón.
Un guerrero recordando años después lo que sintió en ese momento dijo: parecía como si un gran remolino hubiera pasado por la aldea dejándola desierta. Ni un alma encontraron, ni vivos ni muertos. Moreno recorrió la aldea, las dunas, el oasis y nada pudo encontrar, solo las huellas de cientos de pisadas y las marcas inconfundibles de carretas.
El invasor no quería sangre, de eso tuvo de sobra, necesitaban esclavos.
Moreno y sus hombres caminaron hasta las montañas más cercanas y miraron el horizonte, de muchos ojos brotaron más lágrimas.
La empuñadura del sable fue apretada hasta que los nudillos de la mano se volvieron blancos de la furia. Y sus ojos se empequeñecieron por odio.

EL FARO CAPÍTULO 20

La luna llena le iluminaba el cuerpo como una fantasmagórica silueta. Casi podría decirse que era un fantasma real, arrastraba los pies con el cansancio de quien tiene el alma atormentada por el pasado. Moreno pensaba en que era hora de terminar todo, dejar ir su vida en el mar, dejar de sufrir y pensar en lo que no podía tener. Amaba tanto a Elizabeth que le dolía el pecho cada vez que pensaba en ella y eso le pasaba varias veces al día. Era una historia inconclusa que comenzó cuarenta años atrás, pero para él solo habían transcurrido unas horas, así le dolía, como si hubiera sido ayer. Aún tenía fresca en su memoria a pesar de las décadas pasadas el perfume de su pelo largo y ondulado. El sonido de su piel al ser acariciada por las manos callosas de ese pescador que ahora vivía solo de recuerdos vacíos.
Caminó varios minutos por la playa pensando en ella y como sería su fin, pensaba que por fin se encontrarían los dos. Luego de tantos años sin saber algo de ella, se imaginaba que ya no existiría, porque de existir, su amor le haría regresar, ese amor que se prometieron antes de separarse por esas jugadas del destino.
Se sentó en una roca que las olas del mar acariciaban suavemente con el murmullo de los amantes. La obscuridad le envolvía, pero se podía ver el reflejo de la luna en sus ojos verdes brillantes. Las lágrimas empañaron su cara y salieron al encuentro del mar, mezclándose sin saber quien fue primero.
Moreno puso los brazos en su pecho en mudo abrazo reclamando la presencia de su amor a gritos silenciosos que solo sonaron en su mente. No podía ser que su historia terminara así, solo, abandonado en una cruda verdad que el misterio de la ausencia de esa mujer lo dejó muerto en vida tantos años.
Pensaba en ese momento sobre quien cuidaría el Faro que con tanto amor lo mantuvo indemne a los tiempos como la pasión que por ella tenía. La luz que de noche guiaba a los marinos a puerto seguro, era la propia esperanza que él tenía, de que lo encontrara por fin y fueran uno solo.
Pero jamás había sucedido. Noches en vela, apoyado sobre el balcón mirando el mar, con la consciencia anestesiada de tanto esperar. Y ya con casi sesenta años perdió la esperanza.
Se lavó la cara en las olas que suavemente venían a consolarlo con su fresco arrullo y encaró a su choza de la playa. Se acostó una vez más en su catrera rodeado de tesoros marinos rescatados de las tormentas y soñó con el desierto, las dunas y un perro que corriendo por la playa ladraba feliz seguido por su dueña.
La mañana lo despertó y se levantó como todos los días, desayuno un té de frutas con un pedazo de pan y luego caminó hasta el Faro, para dejar todo listo, por si ella volvía.

SOLEDAD CAPÍTULO 19

Moreno caminaba por la playa como todos los días, pero éste no era un día más del calendario. Cuarenta años se cumplían esperando el regreso de su amada Elizabeth. A pesar de las décadas de soledad no perdía la esperanza de que algún día apareciera ella en la playa como aquella vez que la conoció. Mientras pasaban las horas su ánimo iba decayendo, se recostó en las rocas a descansar, el sol en lo alto pegaba fuerte y a su edad no podía estar mucho al sol, como en otras épocas.
Sudaba como si estuviera en esos baños turcos que conoció allá por el treinta y nueve (1939), ya hacía varias horas que apostado detrás de la duna espiaba los movimientos de los forajidos. Eran un grupo de marroquíes y sirios, ladrones y homicidas que asolaban las caravanas extranjeras. El León aguardaba pacientemente bajo el sol, sus hombres le seguirían al mismísimo infierno y el calor de ese día parecía una antesala a esa promesa.
Los alfanjes y espadas embutidas en trapos y cueros de camello para que no rechinaran y alertaran a los vándalos. Algunos estaban sedientos de sangre, se los veía acariciar la empuñadura de sus armas. Moreno nada podía hacer al respecto, sus hombres eran crueles por una cuestión de supervivencia, no por placer. Querían terminar pronto con ellos, les daba rabia ver las masacres en los caminos, cuerpos de mujeres y niños para pasto de los carroñeros. Ellos eran jueces y verdugos.
Esta vez el ataque sería distinto, el sol calentaba tanto el acero que los ladrones no podrían tomar sus armas sin sentir la mordida extrema del fuego solar. Moreno no quería esta batalla, estaba harto de la guerra. Pero debía proteger a su gente y a los inocentes que anduvieran los caminos, era la ley que había impuesto en su tribu.
A su voz atacaron asimétricamente, el frente derecho más adelantado, el frente izquierdo retrasado, paralelamente los flancos y él por el centro con su guardia personal, los más fieros guerreros de la aldea. Portaban cimitarras tan pesadas que debían tomarlas con las dos manos, de un solo tajo podían partir a tres personas.
Los frentes arremetieron con lanzas de madera, creando escaramuzas en las filas enemigas que les costó un tiempo darse cuenta que eran atacados. Moreno por el centro azuzando a sus hombres y buscando al líder de la banda. Los flancos rodearon creando una pinza que los envolvió y encerró a su suerte. El león empachado de sangre, fue a por el criminal que asolaba estos parajes olvidados del mundo. Los guerreros dieron cuenta en seguida con los enemigos, la batalla duró menos de cinco minutos, los veinte que sobrevivieron al rendirse fueron prontamente maniatados y arrodillados en la quemante arena esperando el mando del León. Éste tenía enfrente al cabecilla del grupo, con un gesto le indicó si fortuna. El hombre estiró sus manos y sin mediar palabra Moreno las cercenó por las muñecas de un solo golpe de su cimitarra. Mientras limpiaba la sangre del acero ordenó la ejecución del resto.
Horas después los cuerpos aún seguían goteando sangre, empalados en la arena para comida de los buitres y recordatorio a los forajidos cuál sería su fin en esas tierras, mientras su jefe arrodillado ante ellos sollozaba esperando la muerte.
El viejo se despertó de la pesadilla de sangre y acero, el sol le daba en el rostro quemándolo. Las rocas ya no eran refugio del aquel sol del infierno. Se puso su sombrero de paja y suspirando la soledad volvió despacio a la choza.

ESPEJISMO CAPITULO 18

Era un día cualquiera, uno de esos que ni se tachan en el calendario para no gastar tinta. El faro estaba apagado y cerrado. Solo quedaba la tenue luz de la luna creciente iluminando el lugar. Al hombre que parado estaba en el balcón mirando el mar parecía no importarle. En su mente se sucedían imágenes que se reflejaban en los ojos, sombríos y distantes. La lucha entre las dunas no terminaba nunca, la conquista del desierto y del oasis era continua. Siempre aparecería alguna tribu nómade intentando derribar lo poco que durante siglos ellos habían logrado mantener, a costa de sangre y fuego. Las mujeres estaban acostumbradas a perder maridos e hijos, los niños de volvían hombres a muy corta edad. Siempre se necesitaban más espadas para defender lo que era de ellos por derecho ancestral.
Una tarde en la que a Moreno la soledad del desierto se le clavaba en la carne. Le dan un mensaje, al leerlo su rostro se endureció más que de costumbre. Era una invitación que muy amablemente le enviaba el poblado más cercano que tenían, unos trescientos kilómetros los separaban. Pero ahí las distancias se medían en soles o noches, no se contaban por kilómetros. Era época de cosecha de dátiles, fruta muy importante en el desierto por sus cualidades para calmar la sed y el hambre. Los árboles que daban este fruto se podían encontrar cerca de los oasis, por eso eran tan venerados, porque cualquier sediento podría saber que hay agua cerca al ver los árboles.
Pero detrás de esta invitación siempre se escondía le peligro y la traición, años atrás habían sido enemigos y los principales conspiradores, que luego le costara la vida a uno de sus capitanes, por traición. A pesar de ser como su hermano, no dudo en torturarlo y matarlo, por el bien de su pueblo.
Se debatía entre la pérdida de tiempo en viajar para estar a tiempo en la aldea vecina y el temor de dejar a su gente con menos guerreros. Luego de pensar un tiempo largo tomó una decisión, llama a su capitán y le manda cargar un camello con insumos y menesteres para emprender el viaje solo, no quería perder tiempo organizando un grupo de viaje y si llegaban a traicionarlo, sus guerreros esperarían un tiempo prudencial y al no tener noticias de él, sabrían que hacer. Igualmente en la ciudad contaba con un par de espías leales, pero no le daba el tiempo para enviar mensaje y ponerles de sobre aviso. Moreno también pensaba que si ellos no se habían anticipado en ponerlo en guardia, era quizá porque no había nada que temer.
Pensando en esto se acostó a dormir en su tienda, por la noche partiría, guiándose por las estrellas llegaría más rápido y fresco que viajando de día, con el consabido peligro de los asaltantes de caravanas.
El anochecer llega despejado y estrellado como todas las noches, llevaba décadas sin llover. El camino era largo, una semana de viaje, más la estadía de descanso en la ciudad. Estaría fuera más de un mes. Si todo iba bien.
El aire nocturno le refrescaba el alma, era en estos momentos en los que él se alejaba de las tiendas y podía estar en completa soledad, donde podía pensar tranquila y libremente en Elizabeth. Aún podía sentir el aroma de su pelo ondulado y la sedosidad del cabello acariciando su piel. Como una cascada de amor que le cubría por completo. No sabía bien cuando fue, pero sentía en los huesos cuando llegaba la fecha en que ella parada en ese muelle, le despidió. Mientras el barco los iba alejando Moreno solo podía sentir una gran congoja en su pecho y ocupaba el mismo espacio que el amor que sentía, el vacío absoluto. Sacudió la cabeza para apartar el dolor que había en su alma atormentada por la ausencia de su amor. El día sería largo. Más él no sabía cuánto lo sería.
De mañana cuando aún duraba el fresco se paraba en la duna más alta que encontrara para otear el horizonte y ver si alguien le seguía o si se avistaban caravanas. Era sabido que si había caravanas, había asaltantes. Y no podía correr el riesgo de ser descubierto. Su fama le precedía, ya todos conocían al León, su ferocidad implacable y la falta de emoción para terminar con el enemigo. Lo odiaban y le temían. Y ese odio se transformaría en tortura, de caer prisionero no le matarían enseguida, se tomarían su tiempo, gozarían escucharlo gritar de dolor, implorando la muerte. El temor absurdo que se transforma en locura.
Y él lo sabía bien.
Por las noches continuaba viaje, las estrellas no solo le indicaban el camino, también le hacían soñar. Miraba al cielo y creía ver a Elizabeth, sus formas y su cabellera mezclándose entre el brillo lejano y frío de las estrellas. Nada más que un espejismo de su corazón.

CAMARADA CAPÍTULO 17

El viejo miraba el mar, sus ojos estaban teñidos de lágrimas. En su mente perturbada por los recuerdos, revivía una vez más una batalla que lo torturaba en las noches.
Tenía la mano ensangrentada, de la empuñadura de su espada goteaba sangre que la arena seca bebía sedientamente. Charcos de sangre debajo de los caídos se formaban como nubes algodonadas de rojo.
No era una batalla como las anteriores que había vivido. Esta era contra sus hermanos de armas, con los que había convivido antes de llegar a la aldea que ahora, era suya. Y pensaba defenderla a pesar de que la sangre que goteaba de sus manos, era sangre legionaria.
Su cabeza tenía precio. No solamente entre las aldeas de los beduinos, también del invasor extranjero. Moreno siempre había esquivado luchar en contra de sus hermanos de armas, pero habían sido acorralados y como el león del desierto esto no lo podía permitir.
Encontrándose con el capitán enemigo, encaró de frente y blandiendo el gigantesco alfanje comenzó la lucha.
El contrincante no era cualquier soldado que hubiera escapado de su pasado y bajo la tutela del ejército legionario poder empezar una nueva vida. Este era un hombre de hierro, avezado en las artes de la guerra y sobre todo en la de lucha cuerpo a cuerpo.
Moreno ya cansado de la lucha, tuvo que cambiar de táctica. Ya que lo que buscaba era cansar a su enemigo y hacerlo prisionero para salvar su vida. Pero el hombre era incansable. Su alfanje daba miles de estocadas, golpes y siempre encontraba la espada del capitán parando su arrebato.
Le pidió que se rindiera, no le quería matar. La contestación fue directa. Un golpe desde lo alto con toda la fuerza para romper su espada y dejarlo desarmado. En ese segundo que duró el movimiento, el jefe de la tribu, que se ganó ese puesto a sangre y fuego no tuvo escapatoria. Paró en seco el golpe sabiendo que apostar todo a ese instante sería definitorio. Al cortar en el aire al acero agresor sacó su daga de la cintura y asestó una puñalada mortal entre las costillas, a la altura de los riñones, sabía que eso sería fatal. El joven capitán de los legionarios solo gruñó por lo bajo al sentir la lesión del acero frío. Se agachó y puso una rodilla en tierra, apoyándose en su espada intentó incorporarse para luego caer al piso, muerto por el terrible golpe.
Moreno miró a su alrededor. Sus valientes seguían peleando. Algunos ultimaban a sus víctimas, otros limpiaban sus espadas esperando que sus compañeros terminen esa carnicería. Por doquier se veían cuerpos mutilados, bañados en sangre. Tres perseguían a caballo a los cobardes que huían, a los cuales los sables daban gusto por cortarlos en plena carrera.
Era una escena dantesca.
Trató de borrar de su mente la imagen de camaradería de sus amigos en el fuerte y que aún vivía en sus ojos. Se acercó hasta el caído. Se sentó junto a él. Lo tomó entre sus brazos y le acunó entre sus piernas. Las lágrimas brotaban suavemente, no quería llorar frente a sus soldados del desierto. La sangre se mezclaba con el sudor y las lágrimas. Un grupo se fue acercando lentamente hasta ellos. Tomaron el cuerpo de sus brazos mientras otros comenzaron a cavar una fosa. Moreno no podía contener su emoción, eran sus hermanos ellos también los que ahí habían muerto bajo sus órdenes.
Acomodaron su cuerpo con la espada en la mano y lo taparon de arena, para que los chacales no encontraran los restos, taparon de piedras la tumba, en una de ellas escribieron en árabe. Aquí yace un valiente, que el viento roce sus alas en su vuelo hacia Alá.
Moreno subió a su caballo y junto a sus hombres volvieron a la aldea. Nadie habló, pero todos por dentro lloraban por su jefe.
El viejo se secó la cara con un trozo de su camisa. La noche había hecho eco en sus recuerdos. En la obscuridad tomó su caña de pescar y su canasta. Mientras caminaba a su choza pensaba en su capitán y en una tumba olvidada en el tiempo.