sábado, 17 de octubre de 2020

EL VIEJO CAPÍTULO 25

El olor salado se sentía en la lengua, los lobos marinos retozaban cerca del muelle, tratando de pescar algún desecho tirado por los pescadores del puerto. Puestos de venta de marisco adornaban al costado del camino cerca de un par de restaurantes. La gente iba y venía, se sacaban fotos, miraban los barquitos pesqueros. Algún vendedor de churros voceaba que sus productos eran los mejores de la zona.
La playa turística estaba muy cerca, bastantes personas a pesar del viento helado que venía del mar. A lo lejos un barco pesquero muy grande se veía como flotando sobre el agua.
Las gaviotas vociferaban en la arena, cada una peleando con otra por los insectos diminutos que solo ellas veían.
Una mujer de pelo largo negro, con algunas onditas, no era un lacio total, el viento parecía acariciar aquel pelo caprichoso.
Sentada en una pequeña roca miraba el mar. Sus ojos iban y venían en el horizonte. Sus manos blancas y suaves entrelazaban los dedos, como si estuvieran abrazando.
Se podría decir que era una belleza, con aires de genes italianos, hasta se podría decir que se parecía a las actrices italianas de los sesenta. Salida de una película en blanco y negro.
Su figura era llamativa, no había hombre que pasara y no la mirara hasta perderla de vista. Más de uno recibió un codazo en las costillas por parte de su mujer.
En un momento miró las olas y sonrió, pareció que el mar dejó de agitarse para verla sonreír. Parecía una noche de verano frente al mar cuando los chicos juegan con estrellitas que iluminan y espantan a la obscuridad.
Cerca del monumento a los perdidos en el mar había un hombre que fumaba en pipa, era un viejo pescador de esos que ya no se ven. Se llamaba Moreno y vestía un pantalón de gabardina gastado y una camisa con algunos agujeros, en su mano tenía una caña de pescar y en la otra un canasto para guardar la pesca.
Al ver a la mujer en su lugar favorito, esperó un tiempo que se fuera. Como el tiempo pasaba y no se iba, optó por acercarse y preguntarle directamente.
— ¿Se va a quedar más tiempo? Le dice, más que preguntar.
—No tengo apuro. Contesta ella mirándolo fijamente.
Las miradas se sostuvieron unos segundos, como cuando el colibrí busca atentamente la mejor flor.
El viejo pescador se sienta al lado de ella, suspirando de fastidio.
La mujer le mira mientras él prepara la caña y la carnada.
— ¿Usted es el viejo del faro no?, pregunta descaradamente.
Los ojos de Moreno empequeñecen, por la insolencia de la pregunta.
—Así me llama la gente estúpida.
Le lanza la palabra estúpida casi como un escupitajo.
—Siempre quise subir a ese faro, pero me dijeron que estaba cerrado al público.
En ese momento ella sonrió. El tiempo se detuvo, Moreno sintió esa sonrisa como una bofetada, al mismo tiempo que le enternecía.
Su amor tenía esa sonrisa, ese amor atemporal, ese amor sin destino.
La mujer seguía mirándolo, sus labios casi interpretaban una súplica.
El viejo desarma la caña, guarda sus cosas en el cesto y enjugándose una lágrima para que ella no la vea le dice.
—Vamos.

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