viernes, 2 de marzo de 2018

11 EL FARO Y LA MUJER

Se sentó una vez más a ver los turistas llegar, aburrido de lo mismo todos los días, era como si el hastío comenzara a llegarle de a poco. Harto quizá de los grititos de las extranjeras al ver su faro, así le decía porque no había nadie más que lo cuidará como lo hacía él desde hacía ya treinta años. Moreno era su nombre y concordaba perfectamente con el color de su piel, años de exposición al sol y al reflejo del mar curtieron su cara de tal forma que se pensaba que era un nativo.
Podía sentir como los rayos del sol iban cambiando y las sombras se iban estirando, al atardecer suspiraba aliviado de poder estar en soledad nuevamente. Durante la mañana siempre y cuando los turistas se lo permitieran recorría cada milímetro del faro buscando grietas y mampostería que reparar. En las tardes abandonaba su puesto de vigilancia y se retiraba al peladeral del otro lado de la loma en donde podía nadar y pescar sin que nadie lo moleste. Cuando anochecía, indefectiblemente los pasaba sentado en una roca o en la arena misma a ver como se tornaba rojo el cielo y soñaba. Soñaba con el pasado y las pérdidas, alegrías y derrotas que marcaron su camino.
Todo eso cambió una mañana al llegar un nuevo lanchón con más turistas y sus cámaras de fotos. Al ver la multitud observar el faro, se acomoda su camisa vieja por el tiempo y se esconde en su fortaleza. Ya se iban a cansar de sacar fotos y se meterían debajo de las sombrillas en la playa a tomar alguna bebida mezclado con frutas de la zona que les haría vomitar todo el viaje de vuelta.
Pero alguien golpeaba su puerta insistentemente, con un suspiro se levanta de su catre y pone su mejor cara de fastidio para que el turista inoportuno lo deje en paz. Con mucho trabajo baja las escaleras y al abrir la puerta una mujer mayor con una hermosa sonrisa le dice ¡hola!
Desarmado con la belleza y calidez del rostro de esa mujer de unos sesenta años, pero la sonrisa simple y franca de la mujer le impidieron ser grosero a lo que le contestó que no se podían sacar fotos dentro del faro. Con otra sonrisa aún mas atractiva solo le dice que no lleva cámara, no la necesita.
Intrigado ya con esa afirmación le invita a subir a la torre, le explicó que es uno de los pocos faros en el mundo que no es automático y que él (orgulloso), es quien cuida de las “lentes de Fresnel” (nombre que se le dieron a las lámparas en honor a su creador).
Las manos de la mujer recorrían las paredes mientras subían por la escalera que parecía interminable por la lentitud con la que ella tomaba cada escalón. Al llegar a la cima una exclamación escapó de sus labios, la vista del mar era impresionante, Moreno se acercó hasta ella y notó en su cuerpo y la piel el paso de una enfermedad. La mujer al darse vuelta y mirarlo solo le dice: “poco tiempo” y con una sonrisa más hermosa aún que las anteriores comienza a cantar suavemente una canción, sobre el mar y los marinos que se hacían valientemente mar adentro, la melodía era muy hermosa con un dejo celta quizá. Con lágrimas en los ojos, la mujer da una última mirada al mar y a Moreno de quien se despide y comienza a descender por la escalera para retornar con el grupo de turistas que ya comenzaban a subirse al lanchón, Moreno tan triste e incapaz de preguntarle su nombre solo la ve bajar del faro.
Cuando la lancha se alejaba de la orilla una mano se alza en la multitud hacía su faro, él re
sponde de la misma forma, preguntándose como se llamaría esa mujer hermosa.

10 UNA NOCHE

Como todas las tardes el viejo se sentaba en las rocas mirando el mar. La mirada no era triste, era un atisbo de la desolación del alma. No podía sacarse de la mente los recuerdos, de la guerra y de la sangre, de Elizabeth y el faro.
Comenzaba el amanecer y Moreno aullaba de furia, como león enjaulado. Los grilletes le impedían adelantarse no más de dos metros, las cadena que le sujetaban por las muñecas eran pesadas y se clavaban en la carne. La sangre goteaba lentamente por el hierro y la arena bajo sus pies estaba húmeda y roja.
Los hombres se tomaban su tiempo, durante la tarde le habían torturado, pero lentamente. No querían que muriera, eso sería luego del amanecer. Por la noche se divirtieron sorteando a quien le tocaba arrojarle los dardos al rojo vivo, que fueron calentados en las brasas, cerca de él. Para que pudiera ver lo que le esperaba.
Su pecho estaba enrojecido y las llagas supuraban agua mezclada con su sangre. La cara ya no era suya, le pertenecía un extraño, quien le conociera personalmente no podría creer que ese, era el León.
Moreno chillaba y gemía guturalmente por lo bajo, no quería darles el placer de escuchar sus gritos de dolor. Aguantó lo más que pudo y cuando ya le venció el dolor y la agonía, gritó. Pero no fue un alarido de dolor, era para demostrarles que aún tenía fuerzas. Y su sonrisa tétrica, les asustó.
Pasada la noche cuando las estrellas comenzaban a menguar, el cansancio les venció y los torturadores se fueron a sus tiendas. El prisionero no podría escapar, no tenía manera de quitarse los grilletes.
Moreno, mientras mascullaba maldiciones escupía al piso la sangre que se acumulaba en la boca destrozada. Llegó el amanecer y recuperaba fuerzas lentamente. Le quedaba poco tiempo de vida cuando la luz del sol comenzara a calentar la arena.
Sus hombres esperaban detrás de las dunas. La impaciencia era enorme, las manos se crispaban en sus cuchillos y espadas. Sabían que el ataque debía ser sorpresa y por eso mismo esperaron que la tortura terminara. Verlo a su líder, encadenado y sangrante luego de una larga noche les daba más coraje aún.
Dieron cuenta de los guardias que custodiaban la entrada, silenciosamente los fueron degollando uno a uno. Sonó un disparo y esa fue la orden que ansiosamente esperaban. Se lanzaron silenciosamente al centro de la fortificación y mientras los enemigos iban saliendo de sus guaridas iban siendo atravesados por los alfanjes. Los heridos eran rematados por la retaguardia, que pacientemente esperaban cayeran a sus pies. No había honor en esa batalla, solo era una masacre a consciencia. Un grupo de cinco hombres se encargaron de Moreno. Pidió su espada y con ella en la mano dio cuenta de los torturadores, varios dejaron sus armas y arrodillados pidieron clemencia. El León sonrió, con esa mueca que helaba la sangre a los que estaban a sus pies.
Sus hombres terminada la tarea, se reunieron a su alrededor, esperando las órdenes.
—Encadénenlos —fue lo único que dijo.
Mientras algunos amontonaban los cuerpos y eran despojados de las pertenencias valiosas, otros limpiaron sus armas y afilaban los cuchillos.
Avivaron la misma hoguera en la que calentaron los hierros la noche anterior para quemarla la piel.
Moreno pidió un cuchillo y se sentó en la arena mientras el acero se calentaba. Cuando la hoja estuvo al rojo vivo, lo tomo del mango y acercándose al primer prisionero, le dijo.
—Tengo todo el día, tú solo me diste una noche.
Durante el transcurso del día se escuchaban los alaridos de los condenados al fuego.
Cuando se fueron al otro día, en la fortaleza solo se oía el silencio y el olor a carne quemada.

9 ENEIDA

Se acostó a dormir y soñó con el mar. Podía sentir como las olas mojaban sus pies, los dedos de los pies llenos de arena y la sonrisa llenaba su cara. Hacía mucho tiempo atrás había dejado la tristeza, solo tenía un dejo de desesperanza. La de no poder ver más allá de lo que hubiera deseado. Esa playa era casi solitaria, solo se podía ver a veces algún pescador que intentaba llevar algo a su mesa. Era un lugar con muchas rocas y por eso la pesca no era buena. El siempre caminaba por ahí, se sentía en paz. Pero siempre estaba solo.
Una tarde estaba sentado en la arena disfrutando el sol y la brisa en la cara cuando la voz inconfundible de una mujer cantando llegó a sus oídos. Era la voz más linda que había escuchado y eso que él tenía buen oído para eso. Miró en la dirección del sonido, para escuchar mejor, se sintió embelesado y pensó que solo un ángel podía cantar así.
Una mujer con un vestido de verano floreado apareció detrás de unas rocas, se sentó en una de ellas y siguió con el canto. No se atrevió a interrumpirla, creyó entender que cantaba en gaélico, claro que no podía entender la letra, pero sintió que hablaba sobre el amor y un viaje a tierras desconocidas. El son de esa voz le arrulló como una canción de cuna, sintió como las notas le acariciaban el corazón. No pudo evitar que las lágrimas de emoción inundaran su rostro.
Cuando la mujer se percató que tenía auditorio dejó de cantar, el hombre paró de llorar y sonrió. Cuando ella se acercó a él, pensó que quizá que la había incomodado con su presencia. Pero no era así. Ella le saludó y se sentó a su lado.
—Me llamo Eneida —le dijo sonriendo.
—Yo soy Moreno —contestó él enjugándose la última lágrima.
—Le pido disculpas si le entristeció mi canción.
—Al contrario, me gustó mucho.
—No soy de aquí, estoy de paso.
—Yo también —contesta Moreno.
—Vengo a esta playa porque es casi desierta y me gusta cantarle al mar.
La mujer jugaba con su pelo largo ondulado. Era hermosa y parecía que hasta las olas lo sabían, querían acariciar sus pies una y otra vez. Moreno no sabía que decir, la canción rondaba en su mente, recuerdos de un ayer que atormentaban su corazón duro por el tiempo.
— ¿Sabes quién soy? —le pregunta después de un largo rato en silencio mirándolo fijamente.
—Sí. —contesta sin mirarla.
— ¿Tienes miedo?
— ¿Vienes a llevarme? —pregunta sin emoción en su voz mientras levanta un puñado de arena con su mano.
—No. No es tu tiempo aún, todavía no has encontrado tu destino.
La arena se escurría de entre sus dedos lentamente, como la vida hace con nosotros. Moreno se levanta, toma su bastón y camina hasta la orilla del mar. La mujer comienza a cantar nuevamente. El mar le habla, le cuenta de sus viajes, le recuerdan quien fue y quien es ahora. Un viejo dolorido por el pasado, solitario, esperando el regreso de ella. El viejo puede entender el canto, habla de sus batallas, de su amor, de Elizabeth. Se va caminando sin mirar atrás. El canto casi hipnótico seguía en su mente.

8 SOLO UN SUEÑO

El sol picaba en lo alto. Un hombre sentado en una pequeña roca dormitaba, a veces se estremecía. Sus manos se crispaban y una mueca de dolor surcaba sus labios.
Moreno sangraba del hombro izquierdo, su alfanje colgaba de su mano derecha, acomodaba la empuñadura, la sangre fresca molestaba. Varios beduinos muertos a su alrededor parecían sacos de arena obscuros. Regado el suelo de huellas y acero. Se apoyó en una palmera para retomar el aliento, revisó su herida temiendo perder el brazo. Pero el tajo era profundo, sin afectar nervios y arterias. Largó un suspiro profundo, limpio el arma con la ropa de un muerto y comenzó el trote hacia la batalla.
De lejos se veía solo la arena que volaba por la pelea, de cera era otra visión. Reflejo del sol en los aceros, gritos y chillidos. Órdenes, maldiciones y por lo bajo el rezo de los moribundos esperando su momento de partir al más allá. Dónde un oasis les esperaba. Para él solo era sangre y arena. Gritó su nombre con todas sus fuerzas y los dos grupos pararon un segundo obnubilados por la fiereza.
El viejo se despertó intentando parar con su mano el embate de un sable curvo. Era solo un sueño. Un sueño cruel y lejano.
Moreno se levantó y fue en busca de la red que dejó en la marea que subía inexorablemente.
Tenía hambre.

7 BELL SPENCER

Ahí estaba el viejo sentado en su sombra disfrutando la pipa. Marina jugaba con su perro, que aunque viejo aún tenía fuerzas para correr y meterse en el mar a buscar el juguete que le arrojaba. Entre risas y arena pasaba la tarde.
Cansado ya de la sombra Moreno se levanta para ir a caminar por la escollera, tenía ansias de soñar. Tenía la esperanza que en esa playa ella volvería corriendo y su vestido blanco flotaría solo como pasa en los sueños.
Marina movía la cabeza tristemente, la espalda del viejo contrastaba con el mar, a lo lejos se veía el faro y no podía decírselo, en realidad no quería romperle el corazón al decirle que su madre no volvería por aquella playa.
Pero el viejo guerrero no le creería jamás, vivió y luchó infinidad de batallas para poder regresar a sus brazos. Y sentir el perfume de su piel una vez más.
Moreno olfateaba el aire, no sentía el conocido olor a arena caliente, ni a la putrefacción de algo muerto que ni los buitres daban cuenta de los restos. Este olor dulzón le recordaba un momento vivido. Algo en el fondo de su memoria que todavía no terminaba de recordar.
Al subirse a una duna para observar mejor el horizonte ve a lo lejos una tienda y un camello echado al costado, descansando. Miró alrededor desconfiado, no sería la primera vez que le tendieran una emboscada para capturarlo o simplemente matarlo para robarle. Las arenas nunca habían estado tan calmas, apenas una brisa asomaba en el paisaje. De entre sus ropas saca un catalejo para poder mirar de cerca el movimiento de la tienda. Solo pudo ver unos pies enfundados en babuchas que sobresalían. Sacó su espada y en la otra mano el revólver y comenzó a acercarse con mucha calma y atento a los ruidos. Cuanto más se acercaba, se hacía más fuerte el olor que le removía los recuerdos.
Ya a dos metros de la tienda planta la espada en la arena y dice suavemente — ¡Salud peregrino! Mientras apunta con el revólver la entrada de la tienda.
Silencio. Nada se oía.
Mete la cabeza y una mujer que lo mira con ojos de fiebre le dice la palabra que todo vagabundo del desierto sabe decir en varios idiomas — ¿agua?
Moreno busca en su montura el odre con agua y regresa para saciar la sed de la mujer, rubia y con acento inglés que en un perfecto árabe le había solicitado la bebida.
Rondaría en los treinta años, cabello lacio del color del sol al amanecer, su piel blanca no era común por esos lugares. Luego de bajar la fiebre y con más compustura le contó que eran misioneros en camino a una ciudad, pero que habían sido atacados, saqueados y asesinados. Ella pudo escapar mientras los hombres se entretenían con otras mujeres, de los hombres ninguno había sobrevivido. Había vagado por el desierto sin saber adónde iba, hasta que la fiebre de sed pudo más, con sus últimas fuerzas armó la tienda y se acostó a morir. O eso ella creía hasta ese momento.
—Mi nombre es Asad. Me dicen León.
—Yo soy Miss Bell Spencer.
Cuando la mujer se sintió mejor, acomodaron las monturas y enfilaron para el oasis, allí ella podría recuperar fuerzas para emprender el viaje de regreso a la ciudad.
Moreno sonreía, el recuerdo era el aroma del perfume, ese olor a mujer que le recordaba a su amor.
— ¿Por qué sonríe? —le pregunta Bell.
—Su perfume me trajo recuerdos muy agradables, de otros tiempos.
— ¿Ah sí? Que interesante. Este perfume me lo regalo una mujer que conocí en Damasco, antes de embarcarme en la aventura. Era una fotógrafa de una revista, con la cual hicimos una sesión de fotos, me gustó tanto su perfume que me lo regaló, dijo que quizá el aroma se esparciera tanto en el mundo que sería fácil encontrarla. Creo que se llamaba Lizbeth o Elizabeth, ¡sí! Elizabeth era su nombre.
Moreno había detenido la marcha y la miraba con ojos desorbitados. La muchacha se asustó de su mirada.
— ¿Qué ocurre? —pregunta aterrorizada por esa mirada desenfocada de la realidad.
— ¿Cómo dijo que se llamaba esa mujer? Le grita temblando, con el corazón roto de amor.
La mujer abre la boca y un gesto de sorpresa y dolor nació en su cara. Un instante después se escucha el sonido del disparo. Bell cae del camello, Moreno la revisa y da cuenta que está muerta, mira atrás donde el grupo de ladrones que aún buscaban a su presa perdida se acercaban a menos de cien metros.
Da un grito de furia incontenible, no queda otra chance más que huir. El león tendrá que escapar, no puede pelear con tantos, está en desventaja y no puede pensar bien. Su mente se bloqueó al oír su nombre.
El galope duró horas para escapar de los asaltantes y llegar a la aldea, en el camino y cansado del dolor de su acongojado pecho, se preguntaba una y otra vez.
—Elizabeth, ¿en dónde estás?
Ya era de noche y Marina estaba preocupada porque el viejo no regresaba de la caminata en la playa.
—Ay papá, ¿en dónde estás?