sábado, 17 de octubre de 2020

ESPEJISMO CAPITULO 18

Era un día cualquiera, uno de esos que ni se tachan en el calendario para no gastar tinta. El faro estaba apagado y cerrado. Solo quedaba la tenue luz de la luna creciente iluminando el lugar. Al hombre que parado estaba en el balcón mirando el mar parecía no importarle. En su mente se sucedían imágenes que se reflejaban en los ojos, sombríos y distantes. La lucha entre las dunas no terminaba nunca, la conquista del desierto y del oasis era continua. Siempre aparecería alguna tribu nómade intentando derribar lo poco que durante siglos ellos habían logrado mantener, a costa de sangre y fuego. Las mujeres estaban acostumbradas a perder maridos e hijos, los niños de volvían hombres a muy corta edad. Siempre se necesitaban más espadas para defender lo que era de ellos por derecho ancestral.
Una tarde en la que a Moreno la soledad del desierto se le clavaba en la carne. Le dan un mensaje, al leerlo su rostro se endureció más que de costumbre. Era una invitación que muy amablemente le enviaba el poblado más cercano que tenían, unos trescientos kilómetros los separaban. Pero ahí las distancias se medían en soles o noches, no se contaban por kilómetros. Era época de cosecha de dátiles, fruta muy importante en el desierto por sus cualidades para calmar la sed y el hambre. Los árboles que daban este fruto se podían encontrar cerca de los oasis, por eso eran tan venerados, porque cualquier sediento podría saber que hay agua cerca al ver los árboles.
Pero detrás de esta invitación siempre se escondía le peligro y la traición, años atrás habían sido enemigos y los principales conspiradores, que luego le costara la vida a uno de sus capitanes, por traición. A pesar de ser como su hermano, no dudo en torturarlo y matarlo, por el bien de su pueblo.
Se debatía entre la pérdida de tiempo en viajar para estar a tiempo en la aldea vecina y el temor de dejar a su gente con menos guerreros. Luego de pensar un tiempo largo tomó una decisión, llama a su capitán y le manda cargar un camello con insumos y menesteres para emprender el viaje solo, no quería perder tiempo organizando un grupo de viaje y si llegaban a traicionarlo, sus guerreros esperarían un tiempo prudencial y al no tener noticias de él, sabrían que hacer. Igualmente en la ciudad contaba con un par de espías leales, pero no le daba el tiempo para enviar mensaje y ponerles de sobre aviso. Moreno también pensaba que si ellos no se habían anticipado en ponerlo en guardia, era quizá porque no había nada que temer.
Pensando en esto se acostó a dormir en su tienda, por la noche partiría, guiándose por las estrellas llegaría más rápido y fresco que viajando de día, con el consabido peligro de los asaltantes de caravanas.
El anochecer llega despejado y estrellado como todas las noches, llevaba décadas sin llover. El camino era largo, una semana de viaje, más la estadía de descanso en la ciudad. Estaría fuera más de un mes. Si todo iba bien.
El aire nocturno le refrescaba el alma, era en estos momentos en los que él se alejaba de las tiendas y podía estar en completa soledad, donde podía pensar tranquila y libremente en Elizabeth. Aún podía sentir el aroma de su pelo ondulado y la sedosidad del cabello acariciando su piel. Como una cascada de amor que le cubría por completo. No sabía bien cuando fue, pero sentía en los huesos cuando llegaba la fecha en que ella parada en ese muelle, le despidió. Mientras el barco los iba alejando Moreno solo podía sentir una gran congoja en su pecho y ocupaba el mismo espacio que el amor que sentía, el vacío absoluto. Sacudió la cabeza para apartar el dolor que había en su alma atormentada por la ausencia de su amor. El día sería largo. Más él no sabía cuánto lo sería.
De mañana cuando aún duraba el fresco se paraba en la duna más alta que encontrara para otear el horizonte y ver si alguien le seguía o si se avistaban caravanas. Era sabido que si había caravanas, había asaltantes. Y no podía correr el riesgo de ser descubierto. Su fama le precedía, ya todos conocían al León, su ferocidad implacable y la falta de emoción para terminar con el enemigo. Lo odiaban y le temían. Y ese odio se transformaría en tortura, de caer prisionero no le matarían enseguida, se tomarían su tiempo, gozarían escucharlo gritar de dolor, implorando la muerte. El temor absurdo que se transforma en locura.
Y él lo sabía bien.
Por las noches continuaba viaje, las estrellas no solo le indicaban el camino, también le hacían soñar. Miraba al cielo y creía ver a Elizabeth, sus formas y su cabellera mezclándose entre el brillo lejano y frío de las estrellas. Nada más que un espejismo de su corazón.

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