sábado, 17 de octubre de 2020

SOÑADOR CAPÍTULO 23

En las sombras del atardecer se recortaba en el fondo la barba del viejo soñador. Una pipa terminaba de adornar la escena que parecía sacada del libro Moby Dick. No era un viejo cualquiera, él era Moreno.
Antiguamente había sido feroz guerrero en una tribu del desierto, donde la sangre era moneda corriente en los oasis. Y su furia y coraje le llevó a ser el jefe de la tribu más grande conocida. Miedo, respeto y amor le tenían quienes le conocían. Las mujeres suspiraban por su mirada, los hombres alababan su lucha y sus enemigos le esquivaban.
Ahora, no era más que un viejo ermitaño olvidado del tiempo y la muerte, como si ella tampoco se atreviera a buscarle.
Moreno era un hombre rondando los setenta u ochenta años, nadie podría decirlo con exactitud, ni él mismo.
Esa mirada que otrora observaba las dunas del desierto buscando pelea, ahora se perdían entre las olas verdes del mar sollozante, como sus ojos.
La historia de la vida de Moreno jamás podría ser contada en una novela, se necesitarían cientos de libros recopilar sus historias. Quienes le conocieron de joven dicen que Moreno era un hombre de contextura grande, musculosa, de poca altura. Y con una mirada que parecía buscar fantasmas en el alma, quien sostenía su mirada podía sentir el magnetismo haciendo trizas la entereza. Todo eso era él.
Y era más.
En cuentos anteriores Moreno solo era partícipe necesario de sus aventuras, no buscaba el azar de la guerra, el destino le encontraba por más que se escondiera. Y siempre le encontraba con una espada en la mano, su favorita era un alfanje, el cual necesitaba las dos manos para manipularla, pero si quería la podía blandir con una sola, tal así era su fuerza descomunal.
Pero ahora solo esperaba, y esa espera tediosa y lenta le ponía a veces en situaciones que hubiera deseado tener su espada en la mano. Turistas molestos, niños con pelotas que indefectiblemente siempre le golpeaban a él.
Pero su mente se perdía en sueños, en su cansada memoria se repetían continuamente escenas de lucha, traiciones, desiertos, bosques y un faro. Ese faro que solo la llevaba a ella, rogaba con soñar con ese faro. Porque ella estaría ahí. Para cualquiera que no lo conoce, Moreno parecería un viejo loco, solo, mirando el mar, esperando con un halo de humo de pipa rodeándolo, protegiéndolo.
A veces sentía en la brisa Marina que unos dedos le acariciaban el pelo, miraba a su alrededor sabiendo que nada encontraría. Y sentía un perfume en el aire, el perfume de Elizabeth. O quizá es lo que quería sentir ¿Quién puede decir lo que siente un corazón sincero?
Moreno no era un hombre simple, era un toro porque aguantaba todo el dolor del mundo, era como si Atlas le hubiera dejado todo el peso del mundo en su espalda. Apenas se quejaba, pero sufría dolores terribles, la vejez y las heridas de guerra no se llevan bien. Aunque el mar le revivía, reconfortaba y el sol calentaba sus viejos huesos ya no era el cazador de antes, ahora era la presa. Y el cazador el tiempo invariable, absoluto y lineal.
Y él seguía soñando, miraba el mar, pero en realidad este no era más que el telón y escenario que necesitaba para reproducir en él la visión de una mujer hermosa, con pelo largo enrulado y una sonrisa de madreperla. Un vestido de gasa parecía flotar en ella volviéndola etérea. Caminaba por la playa con un perro a su lado. Moreno soñaba despierto, era lo único que le quedaba.

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