miércoles, 5 de septiembre de 2018

13 PESCA

El viejo se miraba las manos cansadas y frías, hacía rato que no picaba nada en el anzuelo. El sol se había escondido tímido detrás de unas nubes tormentosas. El verano ya había pasado y la camisa vieja y parchada ya no abrigaba como antes. Creía que esa noche se acostaría sin cenar.
-¡Buenas tardes!
El saludo le sorprendió a tal punto que dio un respingo, se incorporó y miró alrededor.
Una mujer de unos treinta y cinco años le miraba desde una roca. Vestía unos jeans gastados y una camisa leñadora, tenía las manos en los bolsillos, el pelo era lacio largo y castaño claro tirando a rubio.
Moreno entrecerró los ojos para ver mejor, la miopía era una tortura.
En ese momento la mujer sonrió. Los dientes blancos, perfectos le recordaron al nácar marino.
-Buenas tardes –contestó el viejo con un dejo de indiferencia.
La mujer saltó de la roca hasta la arena, a un par de metros de él.
-¿Ha pescado algo? Le pregunta mientras curiosea entre los aparejos del viejo.
-No –la respuesta fue casi un bufido de fastidio, más no por la pregunto si no por la falta de pesca.
-Qué pena, tenía ganas de cenar pescado y pensaba que usted podría haberme vendido unas piezas.
-Puede comprar en el puerto –contesta sin mirarla.
-Es que me queda lejos, llegué esta mañana y alquilé una cabaña cerca de aquí.
Moreno se pone a pensar y ahora comprende el porqué del ruido en la casa vecina. La mujer de los dientes perfectos es su nueva vecina. Otro bufido pero esta vez mental.
Y el destino quiso que en ese preciso instante, la línea de la caña comienza a huir hacia el mar. Toma rápidamente la caña, la saca de donde estaba clavada en la arena y comienza a recoger el sedal con el reel. Los dos hacen silencio. En la cara de la mujer se pinta una sonrisa de oreja a oreja.
-¡Qué bueno! –dice ella alegremente donde un saltito de alegría.
El viejo la mira varias veces mientras hace el trabajo de pesca, analiza en su cabeza la situación extraña. Una mujer que aparece de la nada, le da conversación, termina siendo su nueva vecina y ahora pareciera que está esperando su pesca.
-¡Ahí saltó, es enorme! La mujer evidentemente era la primera vez que veía pescar en el mar.
Moreno la vuelve a mirar, le llama la atención su voz. Un poco ronca, un poco aguda, una mezcla de las dos. Como si hubiera tragado agua de mar que vuelve la voz rasposa. Se acerca hasta la orilla y con la red saca el enorme pescado del agua. Fácilmente pesaría unos cuatro kilos. La mujer se acerca y le ayuda a llevarlo hasta las rocas. Una vez muerto, lo pone en una bolsa, va guardando las cosas. Va llegando la noche rápidamente. Y quiere irse antes que la mujer le pida algo.
-¿Es mucha pesca? ¿Usted tiene familia para compartir la comida?
La mira largamente, casi de forma impertinente. A final da un suspiro.
-No. Vivo solo.
-Entonces podría invitarlo a cenar, compartimos su pescado y le pago la diferencia. Vivo cerca.
-Sí, lo sé. Se mudó al lado de mi choza esta mañana.
Lo mira de forma extraña, como pensando algo que no podía recordar.
-¿Usted era el cuidador del faro? –pregunta despacio, como recordando.
El viejo se toma su tiempo para acomodar lo último, se endereza, le duele la espalda.
-Sí, era yo –contesta estoico, sin emoción en la voz ni en la mirada.
-Qué casualidad, me contrataron para restaurar el viejo faro, del municipio quieren que funcione otra vez. Y me dijeron que había un viejo loc…que hablara con usted para saber de la historia de ese faro.
La risa la sorprendió. Se reía fuerte, con carcajadas largas. Estuvo así varios segundos, hasta que se calmó. Se pasó las manos por el pelo, se peinó la barba blanca con los dedos. Y la miró de frente.
-Soy Moreno –le dice mientras extiende la mano como saludo.
-Soy…Ana –le responde sorprendida aún por la risa tan espontánea.
Se estrechan las manos. Ya cargado con los bártulos de pesca, cada uno agarra de una manija de la cesta y caminan pesadamente por la arena hacia la choza.