sábado, 17 de octubre de 2020

ESTRELLAS CAPÍTULO 27

Los pensamientos estaban lejos, con una mujer llamada Elizabeth. De unos treinta y siete años, de pelo largo enrulado del color del atardecer. Sus ojos eran verdes, a veces grises, según el tiempo. Unos labios en forma de corazón cuando sonreía le quitaban el aliento a quien deseara besarlos. Sus manos blancas, casi nacaradas recorrían con curiosidad las paredes de un viejo faro abandonado al destino de la soledad.
Ella también pensaba en él.
Tocaba los ladrillos y se imaginaba que aventuras estaría teniendo Moreno. Ese faro le recordaba el suyo, aquel en el que habían sellado su amor. Un perro ladraba en la playa, llamándola para jugar. Ella seguía recorriendo el interior. Subió la escalera oxidada por la sal y el tiempo. Al llegar al tope no pudo más que maravillarse con la vista. Se veía toda la bahía y la escollera natural que la protegía. Unos pocos lobos marinos retozaban en el agua ante la mirada de Dago.
Se sentó en el borde de la plataforma con los pies colgando en el vacío. Una brisa comenzó a juguetear con su cabello ondulado. Recuerdos de risas en el aire, carreras en la playa y besos en la arena. El atardecer llegaba y con sus luces desteñidas le daban luz a su alma. Elizabeth lo sentía tan cerca que le dolía el pecho de amor, veía sus ojos verdes y se perdía en ellos, porque le daban la seguridad que nunca había sentido, el amor que siempre había necesitado. El compañero que aunque no estuviera, siempre le abrigaría el corazón.
El sol se escondía, para no ver su tristeza. Sus cabellos se iban tiñendo de rojo con el anochecer. Y ella seguía soñando.
Moreno soñaba con ella, la noche fría del desierto africano no podía apagar el calor que sentía en el pecho al pensarla. Ya casi terminaba el año en la legión y no pensaba más que en volver a sus brazos. Necesitaba sentir su pelo en la cara, enredar sus dedos en los rulos de ella. Y besarla hasta dormirse en sus brazos.
Miraba el cielo estrellado y se imaginaba sus abrazos, que caminaban por las arenas de alguna playa riendo. Casi podía escuchar los ladridos de Dago a las gaviotas. Y en esos pensamientos estaba por horas, hasta que casi amanecía.
El viejo se despertó del dulce letargo de los recuerdos nocturnos. Se levantó y salió de su choza, camino unos metros y mirando las olas se acostó en la arena. El cielo despejado brillaba de estrellas. Y ahí se quedó pensando en ella, hasta que el amanecer apagó el brillo a cada una.

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