sábado, 17 de octubre de 2020

CAMARADA CAPÍTULO 17

El viejo miraba el mar, sus ojos estaban teñidos de lágrimas. En su mente perturbada por los recuerdos, revivía una vez más una batalla que lo torturaba en las noches.
Tenía la mano ensangrentada, de la empuñadura de su espada goteaba sangre que la arena seca bebía sedientamente. Charcos de sangre debajo de los caídos se formaban como nubes algodonadas de rojo.
No era una batalla como las anteriores que había vivido. Esta era contra sus hermanos de armas, con los que había convivido antes de llegar a la aldea que ahora, era suya. Y pensaba defenderla a pesar de que la sangre que goteaba de sus manos, era sangre legionaria.
Su cabeza tenía precio. No solamente entre las aldeas de los beduinos, también del invasor extranjero. Moreno siempre había esquivado luchar en contra de sus hermanos de armas, pero habían sido acorralados y como el león del desierto esto no lo podía permitir.
Encontrándose con el capitán enemigo, encaró de frente y blandiendo el gigantesco alfanje comenzó la lucha.
El contrincante no era cualquier soldado que hubiera escapado de su pasado y bajo la tutela del ejército legionario poder empezar una nueva vida. Este era un hombre de hierro, avezado en las artes de la guerra y sobre todo en la de lucha cuerpo a cuerpo.
Moreno ya cansado de la lucha, tuvo que cambiar de táctica. Ya que lo que buscaba era cansar a su enemigo y hacerlo prisionero para salvar su vida. Pero el hombre era incansable. Su alfanje daba miles de estocadas, golpes y siempre encontraba la espada del capitán parando su arrebato.
Le pidió que se rindiera, no le quería matar. La contestación fue directa. Un golpe desde lo alto con toda la fuerza para romper su espada y dejarlo desarmado. En ese segundo que duró el movimiento, el jefe de la tribu, que se ganó ese puesto a sangre y fuego no tuvo escapatoria. Paró en seco el golpe sabiendo que apostar todo a ese instante sería definitorio. Al cortar en el aire al acero agresor sacó su daga de la cintura y asestó una puñalada mortal entre las costillas, a la altura de los riñones, sabía que eso sería fatal. El joven capitán de los legionarios solo gruñó por lo bajo al sentir la lesión del acero frío. Se agachó y puso una rodilla en tierra, apoyándose en su espada intentó incorporarse para luego caer al piso, muerto por el terrible golpe.
Moreno miró a su alrededor. Sus valientes seguían peleando. Algunos ultimaban a sus víctimas, otros limpiaban sus espadas esperando que sus compañeros terminen esa carnicería. Por doquier se veían cuerpos mutilados, bañados en sangre. Tres perseguían a caballo a los cobardes que huían, a los cuales los sables daban gusto por cortarlos en plena carrera.
Era una escena dantesca.
Trató de borrar de su mente la imagen de camaradería de sus amigos en el fuerte y que aún vivía en sus ojos. Se acercó hasta el caído. Se sentó junto a él. Lo tomó entre sus brazos y le acunó entre sus piernas. Las lágrimas brotaban suavemente, no quería llorar frente a sus soldados del desierto. La sangre se mezclaba con el sudor y las lágrimas. Un grupo se fue acercando lentamente hasta ellos. Tomaron el cuerpo de sus brazos mientras otros comenzaron a cavar una fosa. Moreno no podía contener su emoción, eran sus hermanos ellos también los que ahí habían muerto bajo sus órdenes.
Acomodaron su cuerpo con la espada en la mano y lo taparon de arena, para que los chacales no encontraran los restos, taparon de piedras la tumba, en una de ellas escribieron en árabe. Aquí yace un valiente, que el viento roce sus alas en su vuelo hacia Alá.
Moreno subió a su caballo y junto a sus hombres volvieron a la aldea. Nadie habló, pero todos por dentro lloraban por su jefe.
El viejo se secó la cara con un trozo de su camisa. La noche había hecho eco en sus recuerdos. En la obscuridad tomó su caña de pescar y su canasta. Mientras caminaba a su choza pensaba en su capitán y en una tumba olvidada en el tiempo.

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