viernes, 29 de mayo de 2020

JUEZ Y VERDUGO CAPITULO 16

Moreno sostenía el alfanje en su mano derecha, en la izquierda tenía una daga afilada a tal extremo que podía cortar el cuero más duro que se podía encontrar. Decenas de cicatrices adornaban su piel, de combates por la conquista del oasis.
Cerca de él se desarrollaba una pequeña batalla, más bien era una escaramuza. Su lugarteniente luchaba contra dos hombres, cada uno se turnaban en atacar con sus espadas, daban vueltas a su alrededor para buscar el momento justo, querían cansarlo, los reflejos y los músculos se cansan. Moreno miraba todo desde lo alto de la duna, descansaba, juntaba fuerzas para volver a la batalla. No era de cobarde, era supervivencia. Sabía de las capacidades de su mano derecha, era capaz de luchar contra tres hombres al mismo tiempo, así de bueno era. No valía de nada entrar en combate cansado para terminar atravesado por un alfanje, espada o sable.
Sus hombres luchaban contra un grupo grande de desconocidos. Casi siempre se encontraban con otros clanes por la lucha del agua, mujeres o simplemente por la simpleza de derramar sangre. Armados solo con acero afilado, no querían desperdiciar pólvora. Las balas eran difíciles de conseguir y caras. En cambio el acero se volvía a afilar.
Ya habían dado cuenta de casi la mitad de los adversarios. Su capitán seguía peleando cuerpo a cuerpo con dos hombres, ya había herido de muerte a uno de un tajo en el vientre. El hombre se arrodilló en la arena con las tripas en las manos. Y pedía a gritos por Alá, que lo llevara al paraíso.
En ese momento Moreno baja de la duna y se acerca despacio al hombre que doblado en dos se desangraba en la arena. Se miran un momento, en la mirada del herido había suplica. Y moreno le dio paz de un solo golpe. La cabeza rodó hasta llegar a sus pies. La tomó con sus manos y la levantó en alto. En ese momento sus hombres se dan cuenta que el jefe ha regresado a batalla y comienzan a vitorear su nombre.
Los enemigos dejaron de luchar, bajaron sus brazos, cayeron las espadas al suelo. Eran nómades, ladrones de caballos, solían atacar las caravanas indefensas. Y de los sobrevivientes que luego los vendían como esclavos escuchaban historias. Y siempre hablaban sobre el más feroz guerrero de todo el desierto conocido. Que con su tribu en inferioridad de guerreros era capaz de diezmar a un ejército superándolos en número de cinco a uno. Y su nombre era Asad, el León.
Moreno camina lentamente hasta una duna, trepa hasta la cima con dificultad, la arena era profunda. Cuando llega al tope mira hacia el horizonte vasto y vacío de montañas. Lo único que se podía ver era arena y más arena. Algunas plantas espinosas ocasionales, matorrales muy bajo. Solo la inmensidad de ese mar de polvo amarillo predominaba en ese paisaje desolado y alejado de la realidad citadina. Sus guerreros le miraban, esperaban la orden de ultimar a los enemigos heridos y capturados. El león los miró un instante, de su pecho se escapó un suspiro largo y esa fue la orden tácita que recibieron sus hombres. Algunos fueron decapitados, otros acuchillados en el corazón para una muerte casi instantánea y algunos fueron degollados para dejarlos desangrarse lentamente en la arena caliente y sucia de sangre.
Moreno a todo esto miraba sin inmutarse, era necesaria tanta sangre. Perro viejo no cambia las mañas, así decían los viejos de la aldea. Por eso, los asaltantes, ladrones, violadores y asesinos por gusto, no cambiarían nunca. O se los ultimaba o seguirían en sus actos vandálicos. Era la justicia del desierto y cualquiera que siguiera los preceptos y las leyes básicas, estaría obligado a cumplirlas y hacerlas cumplir. Enfurecía cuando encontraba forajidos y asesinos. Les aplicaba la pena máxima, desde cortarle las manos, o dejarlos ciegos para que vaguen por el desierto en completa obscuridad hasta morir. Y a aquellos que osaban matar mujeres, niños o ancianos indefensos, les reservaba una tortura de varios días, no por placer. Para escarmiento de cualquiera que escuche los alaridos interminables y agónicos de aquellos que eran condenados a semejantes castigos. Él, era juez y verdugo.
El viejo se restregó los ojos, miró el mar y suspiró. Era otro sueño más. Otro recuerdo que se esfumaba en el aire, como la espuma de las olas al tocar sus pies viejos y curtidos por el andar. Recordó que tenía la caña clavada entre unas rocas, el sedal seguía igual, nada había picado la carnada en el anzuelo. Decidió quedarse más tiempo, el hambre llenaba su estómago. Estuvo varias horas más, se hacía de noche muy rápido, estaba llegando el invierno y el sol de otoño se escondía temprano. Añoraba el sol, el calor que le hacía dormir siestas en la arena de la playa, soñaba con ella, Elizabeth. A lo lejos se recortaba en el horizonte un faro, viejo y abandonado, igual que él. Poca había sido la pesca, pero era mejor que nada. Guardó todo en su cesta de mimbre y se encaminó a su casa. En realidad era una choza disfrazada de hogar. Pocos muebles pero muchos utensilios de cocina, gustaba el viejo de cocinar. Cuando conseguía variedad de pesca vendía en el puerto o en el poblado y compraba comestibles, verduras y etc. Con lo que practicaba algunas comidas fuera de la sopa de pescado que acostumbraba a tomar. Era un experto en la cocina francesa, como buen legionario había pasado primero por la cocina del cuartel antes de convertirse en soldado. Y también luego de tantos años viviendo en áfrica había conocido diferentes tipos de comida. Y alimentos raros que nunca había visto en su joven vida.
Ahora estaba más a acostumbrado a comer pescado y mariscos dado que vivía casi exclusivamente del mar. Incluso con los desperdicios que dejaba el mar en su playa. Restos de barcos naufragados en alta mar y cosas que caían de cubierta de barcos pescadores.
Sobre todo mascarones de proa, eso es lo que más buscaba en restos de barcos, a veces tenía que bucear para encontrar alguna en buen estado. Las más raras y hermosas las guardaba para su colección. Estas descansaban apoyadas en el piso, contra las paredes de la choza.
Había solo una que tenía colgada de una pared. Un mascarón con una diosa, de cabellos largos y ondulados. Se parecía a ella. La soñaba todas las noches, se aparecía en sus sueños. No escuchaba su voz, pero la veía de lejos con sus cabellos ondulantes al viento. Y esa sonrisa, que iluminaba su corazón. Siempre soñaba que estaba en la playa y ella iba a su encuentro. A veces un perro la acompañaba, juguetón correteando gaviotas.
Cuando despertaba de ese sueño tan hermoso, se quedaba sentado en la cama mirando por la ventana, la obscuridad de la noche tragaba las olas que golpeaban inútilmente las rocas de la playa.
Algunas veces no quería volver a dormirse para no perder la última imagen en su mente del sueño vivido. Soñaba y soñaba con ella, era inevitable sentir sus rulos y esa risa potente y cristalina como si fuera real. Era real, hasta que despertaba.
Con suave alegría sintió que había una presa en el anzuelo. Esta noche no pasaría hambre. Mientras destripaba y limpiaba el pez, recordaba. Sus manos con sangre le transportaban a otro lugar, otra época, donde no era un viejo abatido por el tiempo y el amor a un fantasma. Él era Asad el león.

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