Ahí estaba el viejo sentado en su sombra disfrutando la pipa. Marina
jugaba con su perro, que aunque viejo aún tenía fuerzas para correr y
meterse en el mar a buscar el juguete que le arrojaba. Entre risas y
arena pasaba la tarde.
Cansado ya de la sombra Moreno se levanta
para ir a caminar por la escollera, tenía ansias de soñar. Tenía la
esperanza que en esa playa ella volvería corriendo y su vestido blanco
flotaría solo como pasa en los sueños.
Marina movía la cabeza
tristemente, la espalda del viejo contrastaba con el mar, a lo lejos se
veía el faro y no podía decírselo, en realidad no quería romperle el
corazón al decirle que su madre no volvería por aquella playa.
Pero
el viejo guerrero no le creería jamás, vivió y luchó infinidad de
batallas para poder regresar a sus brazos. Y sentir el perfume de su
piel una vez más.
Moreno olfateaba el aire, no sentía el conocido
olor a arena caliente, ni a la putrefacción de algo muerto que ni los
buitres daban cuenta de los restos. Este olor dulzón le recordaba un
momento vivido. Algo en el fondo de su memoria que todavía no terminaba
de recordar.
Al subirse a una duna para observar mejor el horizonte
ve a lo lejos una tienda y un camello echado al costado, descansando.
Miró alrededor desconfiado, no sería la primera vez que le tendieran una
emboscada para capturarlo o simplemente matarlo para robarle. Las
arenas nunca habían estado tan calmas, apenas una brisa asomaba en el
paisaje. De entre sus ropas saca un catalejo para poder mirar de cerca
el movimiento de la tienda. Solo pudo ver unos pies enfundados en
babuchas que sobresalían. Sacó su espada y en la otra mano el revólver y
comenzó a acercarse con mucha calma y atento a los ruidos. Cuanto más
se acercaba, se hacía más fuerte el olor que le removía los recuerdos.
Ya a dos metros de la tienda planta la espada en la arena y dice
suavemente — ¡Salud peregrino! Mientras apunta con el revólver la
entrada de la tienda.
Silencio. Nada se oía.
Mete la cabeza y
una mujer que lo mira con ojos de fiebre le dice la palabra que todo
vagabundo del desierto sabe decir en varios idiomas — ¿agua?
Moreno
busca en su montura el odre con agua y regresa para saciar la sed de la
mujer, rubia y con acento inglés que en un perfecto árabe le había
solicitado la bebida.
Rondaría en los treinta años, cabello lacio
del color del sol al amanecer, su piel blanca no era común por esos
lugares. Luego de bajar la fiebre y con más compustura le contó que eran
misioneros en camino a una ciudad, pero que habían sido atacados,
saqueados y asesinados. Ella pudo escapar mientras los hombres se
entretenían con otras mujeres, de los hombres ninguno había sobrevivido.
Había vagado por el desierto sin saber adónde iba, hasta que la fiebre
de sed pudo más, con sus últimas fuerzas armó la tienda y se acostó a
morir. O eso ella creía hasta ese momento.
—Mi nombre es Asad. Me dicen León.
—Yo soy Miss Bell Spencer.
Cuando la mujer se sintió mejor, acomodaron las monturas y enfilaron
para el oasis, allí ella podría recuperar fuerzas para emprender el
viaje de regreso a la ciudad.
Moreno sonreía, el recuerdo era el aroma del perfume, ese olor a mujer que le recordaba a su amor.
— ¿Por qué sonríe? —le pregunta Bell.
—Su perfume me trajo recuerdos muy agradables, de otros tiempos.
— ¿Ah sí? Que interesante. Este perfume me lo regalo una mujer que
conocí en Damasco, antes de embarcarme en la aventura. Era una fotógrafa
de una revista, con la cual hicimos una sesión de fotos, me gustó tanto
su perfume que me lo regaló, dijo que quizá el aroma se esparciera
tanto en el mundo que sería fácil encontrarla. Creo que se llamaba
Lizbeth o Elizabeth, ¡sí! Elizabeth era su nombre.
Moreno había detenido la marcha y la miraba con ojos desorbitados. La muchacha se asustó de su mirada.
— ¿Qué ocurre? —pregunta aterrorizada por esa mirada desenfocada de la realidad.
— ¿Cómo dijo que se llamaba esa mujer? Le grita temblando, con el corazón roto de amor.
La mujer abre la boca y un gesto de sorpresa y dolor nació en su cara.
Un instante después se escucha el sonido del disparo. Bell cae del
camello, Moreno la revisa y da cuenta que está muerta, mira atrás donde
el grupo de ladrones que aún buscaban a su presa perdida se acercaban a
menos de cien metros.
Da un grito de furia incontenible, no queda
otra chance más que huir. El león tendrá que escapar, no puede pelear
con tantos, está en desventaja y no puede pensar bien. Su mente se
bloqueó al oír su nombre.
El galope duró horas para escapar de los
asaltantes y llegar a la aldea, en el camino y cansado del dolor de su
acongojado pecho, se preguntaba una y otra vez.
—Elizabeth, ¿en dónde estás?
Ya era de noche y Marina estaba preocupada porque el viejo no regresaba de la caminata en la playa.
—Ay papá, ¿en dónde estás?
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