Como todas las tardes el viejo se sentaba en las rocas mirando el mar.
La mirada no era triste, era un atisbo de la desolación del alma. No
podía sacarse de la mente los recuerdos, de la guerra y de la sangre, de
Elizabeth y el faro.
Comenzaba el amanecer y Moreno aullaba de
furia, como león enjaulado. Los grilletes le impedían adelantarse no más
de dos metros, las cadena que le sujetaban por las muñecas eran pesadas
y se clavaban en la carne. La sangre goteaba lentamente por el hierro y
la arena bajo sus pies estaba húmeda y roja.
Los hombres se tomaban
su tiempo, durante la tarde le habían torturado, pero lentamente. No
querían que muriera, eso sería luego del amanecer. Por la noche se
divirtieron sorteando a quien le tocaba arrojarle los dardos al rojo
vivo, que fueron calentados en las brasas, cerca de él. Para que pudiera
ver lo que le esperaba.
Su pecho estaba enrojecido y las llagas
supuraban agua mezclada con su sangre. La cara ya no era suya, le
pertenecía un extraño, quien le conociera personalmente no podría creer
que ese, era el León.
Moreno chillaba y gemía guturalmente por lo
bajo, no quería darles el placer de escuchar sus gritos de dolor.
Aguantó lo más que pudo y cuando ya le venció el dolor y la agonía,
gritó. Pero no fue un alarido de dolor, era para demostrarles que aún
tenía fuerzas. Y su sonrisa tétrica, les asustó.
Pasada la noche
cuando las estrellas comenzaban a menguar, el cansancio les venció y los
torturadores se fueron a sus tiendas. El prisionero no podría escapar,
no tenía manera de quitarse los grilletes.
Moreno, mientras
mascullaba maldiciones escupía al piso la sangre que se acumulaba en la
boca destrozada. Llegó el amanecer y recuperaba fuerzas lentamente. Le
quedaba poco tiempo de vida cuando la luz del sol comenzara a calentar
la arena.
Sus hombres esperaban detrás de las dunas. La impaciencia
era enorme, las manos se crispaban en sus cuchillos y espadas. Sabían
que el ataque debía ser sorpresa y por eso mismo esperaron que la
tortura terminara. Verlo a su líder, encadenado y sangrante luego de una
larga noche les daba más coraje aún.
Dieron cuenta de los guardias
que custodiaban la entrada, silenciosamente los fueron degollando uno a
uno. Sonó un disparo y esa fue la orden que ansiosamente esperaban. Se
lanzaron silenciosamente al centro de la fortificación y mientras los
enemigos iban saliendo de sus guaridas iban siendo atravesados por los
alfanjes. Los heridos eran rematados por la retaguardia, que
pacientemente esperaban cayeran a sus pies. No había honor en esa
batalla, solo era una masacre a consciencia. Un grupo de cinco hombres
se encargaron de Moreno. Pidió su espada y con ella en la mano dio
cuenta de los torturadores, varios dejaron sus armas y arrodillados
pidieron clemencia. El León sonrió, con esa mueca que helaba la sangre a
los que estaban a sus pies.
Sus hombres terminada la tarea, se reunieron a su alrededor, esperando las órdenes.
—Encadénenlos —fue lo único que dijo.
Mientras algunos amontonaban los cuerpos y eran despojados de las
pertenencias valiosas, otros limpiaron sus armas y afilaban los
cuchillos.
Avivaron la misma hoguera en la que calentaron los hierros la noche anterior para quemarla la piel.
Moreno pidió un cuchillo y se sentó en la arena mientras el acero se
calentaba. Cuando la hoja estuvo al rojo vivo, lo tomo del mango y
acercándose al primer prisionero, le dijo.
—Tengo todo el día, tú solo me diste una noche.
Durante el transcurso del día se escuchaban los alaridos de los condenados al fuego.
Cuando se fueron al otro día, en la fortaleza solo se oía el silencio y el olor a carne quemada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario