viernes, 2 de marzo de 2018

10 UNA NOCHE

Como todas las tardes el viejo se sentaba en las rocas mirando el mar. La mirada no era triste, era un atisbo de la desolación del alma. No podía sacarse de la mente los recuerdos, de la guerra y de la sangre, de Elizabeth y el faro.
Comenzaba el amanecer y Moreno aullaba de furia, como león enjaulado. Los grilletes le impedían adelantarse no más de dos metros, las cadena que le sujetaban por las muñecas eran pesadas y se clavaban en la carne. La sangre goteaba lentamente por el hierro y la arena bajo sus pies estaba húmeda y roja.
Los hombres se tomaban su tiempo, durante la tarde le habían torturado, pero lentamente. No querían que muriera, eso sería luego del amanecer. Por la noche se divirtieron sorteando a quien le tocaba arrojarle los dardos al rojo vivo, que fueron calentados en las brasas, cerca de él. Para que pudiera ver lo que le esperaba.
Su pecho estaba enrojecido y las llagas supuraban agua mezclada con su sangre. La cara ya no era suya, le pertenecía un extraño, quien le conociera personalmente no podría creer que ese, era el León.
Moreno chillaba y gemía guturalmente por lo bajo, no quería darles el placer de escuchar sus gritos de dolor. Aguantó lo más que pudo y cuando ya le venció el dolor y la agonía, gritó. Pero no fue un alarido de dolor, era para demostrarles que aún tenía fuerzas. Y su sonrisa tétrica, les asustó.
Pasada la noche cuando las estrellas comenzaban a menguar, el cansancio les venció y los torturadores se fueron a sus tiendas. El prisionero no podría escapar, no tenía manera de quitarse los grilletes.
Moreno, mientras mascullaba maldiciones escupía al piso la sangre que se acumulaba en la boca destrozada. Llegó el amanecer y recuperaba fuerzas lentamente. Le quedaba poco tiempo de vida cuando la luz del sol comenzara a calentar la arena.
Sus hombres esperaban detrás de las dunas. La impaciencia era enorme, las manos se crispaban en sus cuchillos y espadas. Sabían que el ataque debía ser sorpresa y por eso mismo esperaron que la tortura terminara. Verlo a su líder, encadenado y sangrante luego de una larga noche les daba más coraje aún.
Dieron cuenta de los guardias que custodiaban la entrada, silenciosamente los fueron degollando uno a uno. Sonó un disparo y esa fue la orden que ansiosamente esperaban. Se lanzaron silenciosamente al centro de la fortificación y mientras los enemigos iban saliendo de sus guaridas iban siendo atravesados por los alfanjes. Los heridos eran rematados por la retaguardia, que pacientemente esperaban cayeran a sus pies. No había honor en esa batalla, solo era una masacre a consciencia. Un grupo de cinco hombres se encargaron de Moreno. Pidió su espada y con ella en la mano dio cuenta de los torturadores, varios dejaron sus armas y arrodillados pidieron clemencia. El León sonrió, con esa mueca que helaba la sangre a los que estaban a sus pies.
Sus hombres terminada la tarea, se reunieron a su alrededor, esperando las órdenes.
—Encadénenlos —fue lo único que dijo.
Mientras algunos amontonaban los cuerpos y eran despojados de las pertenencias valiosas, otros limpiaron sus armas y afilaban los cuchillos.
Avivaron la misma hoguera en la que calentaron los hierros la noche anterior para quemarla la piel.
Moreno pidió un cuchillo y se sentó en la arena mientras el acero se calentaba. Cuando la hoja estuvo al rojo vivo, lo tomo del mango y acercándose al primer prisionero, le dijo.
—Tengo todo el día, tú solo me diste una noche.
Durante el transcurso del día se escuchaban los alaridos de los condenados al fuego.
Cuando se fueron al otro día, en la fortaleza solo se oía el silencio y el olor a carne quemada.

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