viernes, 29 de mayo de 2020

EL FARO, SIEMPRE EL FARO CAPITULO 14

Moreno se limpiaba las manos en la arena, la sangre caía por sus brazos de innumerables cortes de espada. La lucha casi había terminado, los guerreros diseminados por el oasis peleaban cuerpo a cuerpo, el ruido de metal contra metal se mezclaban con los gritos de batallas y los alaridos de los heridos y el gorgoteo final de los moribundos.
La guerra era desigual, el León y sus guerreros eran menos que el enemigo, pero cada uno de ellos valía por dos, así de fieros eran al luchar.
Su capitán impartía órdenes, algunos recuperaban los cuerpos de sus compañeros y otros ultimaban a los enemigos heridos. La sed comenzaba a hacerse notar, pero estaban tan acostumbrados a luchar horas en el desierto bajo el implacable sol, que estaban endurecidos, curtidos por la vida en el basto desierto. Moreno transpiraba por el sol, se había detenido a descansar un rato, se turnaban entre todos para poder tomar una bocanada de aire y un trago de agua caliente del odre que habían dejado en los caballos bajo el cuidado del guerrero más joven, que al tener apenas doce años, aún no se le permitía entrar en batalla. Pero era el encargado de llevar las armas, el agua y curar heridos.
El capitán, que se llamaba Antara se acerca a Moreno para intercambiar opiniones sobre la batalla. Tenía un corte profundo en el brazo izquierdo, el muchacho se acerca a limpiar la herida, le saca la arena y sangre seca. De un pequeño bolso saca hilo encerado y aguja, luego de enhebrar comenzó la costura. Antara no movía ni un músculo cada vez que la aguja entraba en la carne. Todos estaban acostumbrados al dolor, era algo cultural, convivían con las heridas desde que tenían uso de razón. Comenzaban con el entrenamiento a corta edad.
Mientras le cosían las heridas tomaba unos buenos tragos de vino de un odre que le acercó Moreno. A pesar de estar caliente sabía delicioso. Los dos miraba la pequeña lucha que se desarrollaba a pocos metros de ellos, un grupo de cinco hombres de Moreno habían rodeado a tres enemigos, que eran los últimos que quedaban, el resto de los guerreros bajo el comando de Antara se habían retirado a descansar, ayudar a los heridos y ultimar a los moribundos.
Hablaron sobre la posibilidad de atacar a la aldea enemiga, aprovechando que el pequeño grupo había sido ultimado. Pero la cara de Moreno expresaba sus pensamientos.
-Antara, mi buen amigo –le dice Moreno con tristeza. Estoy cansado de tanta sangre, pero sé que es necesario para nuestra gente.
-Lo sé León, pero esto no terminará nunca –contesta con un suspiro profundo.
La vida era cruel en el desierto, no perdonaba los errores. Ni toma de decisiones que supusieran un retroceso en el futuro del clan.
Se sopesaban todas las acciones, pero la última palabra siempre la tenía los ancianos de la tribu. Consideraban que los viejos con su experiencia podían llegar a tener más posibilidades de supervivencia básica.
Moreno llamó a sus hombres, les dio la orden de que carguen a los muertos en los caballos y que a los enemigos los dejen ahí para comida de los buitres.
Clavaron algunas estacas con cabezas, para muestra de los que pudieran pasar por ahí, las calaveras son un mejor recordatorio de lo que les pueda pasar si osan invadir su territorio.
Antar habló con sus guerreros, miró a cada uno y felicitó a todos por igual. Llamó al muchacho para que termine de curar las heridas y reparta los odres con agua, la lucha habían sido larga y la sed también.
Subieron a sus caballos y enfilaron hacia la aldea, las noticia en el desierto corren bastante rápido a pesar de que habían cientos de kilómetros entre las tribus cercanas.
Al llegar al oasis las mujeres salieron a recibirlos, ayudaron con los heridos y repartieron más agua. Hicieron un gran fuego y pusieron carne a cocinar. Era una carne curtida con sal que duraba mucho tiempo.
Todos estaban contentos de haber regresado y de haber terminado con el ataque, ya que siempre corrían el riesgo de dejar sin protección la pequeña aldea.
Moreno descansaba en su choza, se acostó en su catre y dormitó inquieto. Soñaba con ella, Elizabeth siempre se presentaba en sus sueños, eran tan reales que se despertaba y no sabía si seguía soñando o era la realidad, en la cual ella n o estaba. Enseguida trataba de domirse, para volver una vez más a los brazos de ella.
Un perro siempre le seguía, Dago corría con ellos por la playa y en el fondo se veía el faro.
Elizabeth y el faro, siempre estaban.

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