El sol picaba en lo alto. Un hombre sentado en una pequeña roca
dormitaba, a veces se estremecía. Sus manos se crispaban y una mueca de
dolor surcaba sus labios.
Moreno sangraba del hombro izquierdo, su
alfanje colgaba de su mano derecha, acomodaba la empuñadura, la sangre
fresca molestaba. Varios beduinos muertos a su alrededor parecían sacos
de arena obscuros. Regado el suelo de huellas y acero. Se apoyó en una
palmera para retomar el aliento, revisó su herida
temiendo perder el brazo. Pero el tajo era profundo, sin afectar
nervios y arterias. Largó un suspiro profundo, limpio el arma con la
ropa de un muerto y comenzó el trote hacia la batalla.
De lejos se
veía solo la arena que volaba por la pelea, de cera era otra visión.
Reflejo del sol en los aceros, gritos y chillidos. Órdenes, maldiciones y
por lo bajo el rezo de los moribundos esperando su momento de partir al
más allá. Dónde un oasis les esperaba. Para él solo era sangre y arena.
Gritó su nombre con todas sus fuerzas y los dos grupos pararon un
segundo obnubilados por la fiereza.
El viejo se despertó intentando parar con su mano el embate de un sable curvo. Era solo un sueño. Un sueño cruel y lejano.
Moreno se levantó y fue en busca de la red que dejó en la marea que subía inexorablemente.
Tenía hambre.
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