Los ojos verdes cansados miraban atentamente el
mar, las olas enojadas intentaban mojarlo sin conseguirlo. El mar y él se
amaban, pero las olas que eran como sus hijas siempre querían ser más que su
padre. Las miraba con cariño, a veces Moreno les hablaba contándoles que hizo
en el día, en otras ocasiones cuando el dolor de la ausencias le colmaba el
corazón, les contaba historias de batallas, sangre y desolación. Muchas veces
el relato se cortaba abruptamente por el llanto del viejo, su edad era avanzada
pero su memoria era fuerte y recordar todo eso le laceraba el alma. Aún oía los
gritos de dolor, podía oler la sangre, la pólvora y sentía la comezón de la
arena en sus botas.
Sus manos arrugadas y llenas de callos secaban esas
lágrimas derramadas por amor y recuerdos del desierto.
Ese era su forma de desahogarse, vivía solo en su
choza de la playa en donde por suerte para él, nadie le importunaba. Pasaba las
tardes pescando, mirando al mar o simplemente fumando su pipa en silencio
sentado entre los mascarones de proa que pululaban en la entrada.
De fondo se veía el hermoso faro abandonado, que
solo servía de paseo para los turistas. La gente del pueblo no se atrevía a ir
ahí, no por miedo, si no por el profundo respeto que le tenían al viejo.
Para ellos él era su faro. Era el típico marinero,
el famoso lobo de mar que se le dice. Algunos sabían parte de su historia, en
realidad sabían muy poco y el resto lo inventaban, para llenar los espacios que
Moreno dejó al no contar jamás su historia.
Salió de su ensoñación, la pipa se había apagado
buen tiempo atrás, las olas furiosas le miraban quedamente, como quien mira una
obra de arte sin atreverse a decir ni una palabra.
No sabía si tomar su caña y tratar de pescar la
cena, unos segundos después volvió a su posición, recostado en una gran piedra
a la sombra del faro. Prefería sentir esa noche el amargo dolor del hambre,
porque tenía hambre de sueños, guerras en el desierto y viajes, pero lo que más
le llenaba era soñar con ella.
Cerró los ojos y sus hijas las olas se retiraron
sin hacer ruido, para no interrumpir el único momento en donde él podía encontrarla
y decirle cuanto la amaba aún.
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